Era verano, pero la niebla comparecía como un acostumbrado visitante que trajera consigo un desazonador presagio. Las cumbres del entorno se iban difuminando paulatinamente, dejando entrever entre sus madejas de tejido vaporoso la trasparencia sobre la que el castillo definía el desafío de sus altivos torreones. Desde lejos, sobre el entarimado inestable del puente María, se obtenía una representación cabal de cuanto representaba: una audaz tentativa de las regiones del ensueño.
Me parece obvio que Ludwig II Witellsbach lo soñara con antelación desde la atalaya del viejo castillo de Hohenschwangau, donde discurrieron los veranos de su infancia. Es seguro que el sensible adolescente, arrobado ante la desmesura del paisaje, fuera asaltado por la fantástica intuición: vería erguirse frente a él la colosal mole, como la solitaria fortaleza de otros tiempos, tal vez resultado de esa cronología paralela de lo legendario. Porque él era -y acaso así él mismo lo barruntase- un rey para la leyenda y no para la historia. Su paso titubeante por ésta, se ve sobremagnificado en cuanto personaje rescatado para lo fabuloso. Su vida se enmarca en una lejanía(próxima) aureolada de tintes idílicos que acaso no lo fuesen tanto. Una época en la que aún persistían, abulicos, inveterados, confusos privilegios; una época, en fin, puente entre el hondo romanticismo nostálgico de lo que se ha ido y la cruda realidad de una Europa despedazándose, con la que despertaría el siglo veinte.
Así pues, envuelto en brumosas evanescencias y guarecido entre la magnificencia titánica de los alpes bávaros, Neuschwanstein se yergue como un paradigmático desafío entre los abismos. Obra no de la necesidad, sino del capricho; peculiar antojo de un diletante.
Porque ésta es la palabra que con más exactitud definía a este rey. Dotado de una extremada sensibilidad proclive al arte, el impulso latiente de todas estas fuerzas no se consumó en el fuego creador, en el parto de una obra propia, sino en el culto fervoroso a otros artistas, entre los que destaca con sobrado ascendiente y nitidez, Richard Wagner. Desde que se desarrolló en el futuro rey el gusto estético, fue Wagner, el músico y el poeta, quien influyó decisivamente en su idiosincrasia y voluntad, hasta el punto de ser requerido con urgencia al lado del monarca, en la corte de Munich.
Pronto la obra del compositor alimentó la desmedida imaginación real, cuyo mayor deseo hubiese sido encarnarse en cualquiera de las criaturas de la demiurgia wagneriana. Su predilección por Lohengrin, el caballero del cisne, animal por otra parte emblemático para los Witellsbach tras el león de su escudo, era bien patente y conocida por muchos. Tal fue la compenetración entre el músico y el rey, que resulta difícil precisar hasta donde alcanzó la influencia mutua. El rey idolatraba al artista hasta un punto que, según algunos, pudiera rozar lo antinatural, y éste, por su parte, supo sacar partido de esta ventaja todo lo que pudo. Al menos, esta es la versión que nos ha legado el tiempo, filtrada por la malidicencia y la conveniencia de no sé cuantos tamices. Los hombres, que desposeemos el don de leer en el corazón humano,pese a todos los esfuerzos, nos vemos incapacitados para averiguar cuál es la verdad última que se esconde tras la apariencia. Lo único que nos queda de cierto es que Wagner- su vida cambió radicalmente desde que conoció al rey- debió mucho a la real munificiencia, y que para el monarca, a su vez, la vida hubiese sido bien distinta en todos los sentidos sin la repercusión que en ella tuvo la obra del músico. De cierto, sólo sabemos que, a la postre, como fruto notorio de tan tortuosa y fecunda relación nos ha quedado un fabuloso testimonio: Neuswanstein.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario