La hélade era un conjunto de polis a las que aglutinaba el nexo de una lengua común y la tradición de una cultura compartida. Uno de los creadores de esa alma supranacional fue, indudablemente, Homero. En su Ilíada y Odisea sentó las bases reconocibles de esa identidad. A la par, y al hilo de su desarrollo histórico, surgieron diferentes ciudades que concitaban aspiraciones y valores comunes, y gozaban de cierta representatividad entre los griegos. Papel bien destacado jugaban entre todas Delfos y Olimpia. La una, por su carácter religioso, sede del oráculo de Apolo, cuyos vaticinios eran acatados por todas las polis, y la otra por catalizar el impulso de ese carácter agonal que las carecterizaba.
En la actualidad, lo que más sorprende de Delfos es el propio paraje que la esconde, y que en su época debió influir bastante en ese hermetismo religioso con que la Pitia guardaba sus secretos. Hoy, en Delfos, el único rastro de actividad puede encontrarse en las piedras desmanteladas como las de un rompecabezas, cuyos irregulares contornos solo se pueden reunir y adquirir sentido con el trabajo paciente y revelador de los arqueólogos. Esconde su situación, apostándose sobre la profundidad del valle mientras su plano desciende por las laderas del Parnaso, el acertijo de cuanto significó su existencia en el camino de los griegos, esa lámpara esclarecida que pretendidamente guió su espíritu, pero de cuyo divino oráculo ya sólo trascienden sus siglos de silencio.
Al peregrino que llega a Delfos ya no lo purifica la vitalidad de las aguas de la fuente de Castaslia y su experiencia, lejos de religiosa, se desvive por reconstruir una postal presente de cuanto se tragó el olvido de los siglos. Mientras la violencia del sol sobre el Parnaso nos esconde la morada de la Musas, las cuales nos evitan con el sigilo de lo ideal, podemos seguir las evoluciones de los carros ilusorios en ese estadio donde se celebraban los renombrados juegos piticos; escuchar el eco de los caballos trepidando sobre la arena e imaginar los ardides del auriga refrenando el tiro en las vueltas mediante arriesgadas maniobras, investido con la larga túnica y observando con la mirada remota del pasado.
En cualquier caso, en Delfos se tiene esa sensación de hallarase en un lugar cuya significación última se nos escapa, de sentirse invitado a escudriñar el laberinto de una arcaica ceremonia iniciática, en la que tras alguno de sus secretos rincones sigue ardiendo ese fuego en el que la pitón revelaba sus augurios a la sibila.
En cuanto a Olimpia, una de las cosas que más me llamaron la atención de ella fue la feracidad de su paisaje; desde la ventana que daba a los campos, se podía apreciar el fragoso entorno, lleno de verdor, de variedad insopechada de arbolado, donde se percibía el latir de una naturaleza siempre renovada y de la que daban fe los trinos interminables de los pájaros y el canto pesaroso y complacido de las cigarras.
Olimpia, en sus ruinas, recoge ese testimonio atlético que trascribe el carácter agonal de los griegos; del cómputo períodico de dichas celebraciones extraemos una guía de su incierta cronología. Su estadio olimpico carece de la grandiosidad que caracteriza, por ejemplo, al Coliseo, en Roma, y hay que hacer un esfuerzo mayor para imaginar qué pudieron significar los juegos olimpicos en aquella época y cuál debió ser la práctica de las diferentes disciplinas. El estadio lo configura una sencilla elipse aplanada del terreno, de medidas aproximadas al de los actuales, circunscrita en un cinturón herboso y ligeramente pendiente que demarca lo que debían ser los graderíos. En realidad, no diefere mucho de los terrenos en donde practicábamos el futbol hace unas décadas.
Otra de la maravillas que acogía esta vieja ciudad del recuerdo, era el incomparable templo de Zeus, donde los accidentes tectónicos han confluido a través de los siglos para abatir su olímpica grandeza, y no nos ha quedado testimonio alguno de lo que para los viejos griegos significó contemplar la magnifica estatua del padre de los Dioses, obra de Fidias.
Hallarse en Olimpia, entre otras cosas, impone una lectura obligada: los himnos que, para celebrar los juegos en su época más brillante, compuso Píndaro. Durante la noche en el hotel, donde podía apercibirse la táctil proximidad de esas edades irrepetibles, pude comprobar la intensidad persuasiva de tales himnos, cuyos versos parecían destilarse y resplandecer con la fuerza agónica que los inspiró.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario