Ante todo, se conoce por islas paradisíacas a esas constelaciones de archipiélagos diseminados por el pacífico, que refulgen con la brillantez capaz de alimentar los sueños y evocar la posibilidad de una vida paralela de mayor plenitud, a la que, dando un portazo a la insatisfacción cotidiana, se podría acceder. Durante los dos últimos siglos han constituido la dorada alternativa de aquellos que decidían, por unas u otras razones, apearse del mundo y abrordar ese tranvía llamado esperanza que presumiblemente conduce hasta tales remotos paraísos a los tránsfugas de nuestra civilización. Se retiraban a ellas aquellos a quienes la sombra de la derrota les obligaba a tirar la toalla ,también a los que el hastío de una vida desperdiciada les empujaba a tomar el camino de en medio, como Gaugin, o a los que el lastre de la enfermedad les hacía declinar de esa lucha sin cuartel que reta constantemente al individuo sano, como fue el caso de R.L.Stevenson o, más recientemente, Jacques Brel.
Soñar con esa vida cotingente en la Polinesia, experimentando las virtudes de una existencia mas elemental bajo la sombra de los cocoteros, es una invitación para el hombre asfáltico, repleta de tentaciones. Difumina un tanto el arrebatador encanto, el que tales enclaves se hallen ya profanados por los tour operadores de los cinco continentes y se nos sirva tan selecto manjar en la misma bandeja de los destinos trillados, como Benidorm o Canet de mar. Por una cantidad bastante módica para una ecomomía medianamente situada, se puede abordar las dilatadas horas de vuelo que nos separan de las Marquesas, las Sociedad o la Fidji. Edenes que deben haber perdido su virginidad bajo el peso aplastante de las civilizaciones de oriente y occidente que los constriñen y hoy deben brindarnos seguramente un pálido remedo de los feraces vergeles que Cook descubrió, anegados por todos los usos bastardos de la civilización y la inmediatez de las comunicaciones.
Convengo en que dar el portazo e irse, puede resultar una decisión equivocada, un síntoma de decadencia para quien comprende quizá que la vida encuentra su mayor virtud en el desempeño de esa lucha sin cuartel en ella implicita; pero son muchas la razones por las que el corazón anhela la frecuentación de tales parajes incontaminados, el contacto con el aire límpido de esas radas esmeraldas entre arrecifes de coral, coronadas de cumbres volcánicas y ceñidas de un deslumbrador cinturon de naturaleza lujuriante. Porque buscar el plácido beneficio de tales islas, es buscar ese remanso incorruptible en nuestro propio corazón, reconocer la existencia de un cielo posible en esta tierra. Por eso, acaso, el buen Stevenson recaló en Samoa hasta exhalar su último aliento,aguardando desde una atalaya, con la vista puesta en el inquietante disco del mar, el despertar eterno, portador de esos paisajes impresos en lo más íntimo de sí mismo, en su universo literario. Y por eso nosotros, nos conformamos hoy con releer las pintorescas peripecias descritas en sus míticas islas, codo con codo con Jim Hawkins y John Silver el largo, impacientes del día en que podramos emprender ese viaje, no de huida sino de búsqueda, transformador y decisivo.
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