San Gimignano se tiende entre colinas de variado verdor, latiendo en ese corazón fascinante de la Toscana, como el eco de un esquilón. Cuando uno alcanza su techo, que bien podría ser la azotea de una de sus altas torres , los colinas y valles que columbra en derredor configuran la fisonomía de unas tierras plenas de candor poético. Cuando alcancé esa cumbre, lo hice tras la almena de un promontorio elevado, asentado sobre sólidos muros de manpostería y que guarecía un huerto pródigo. En ese momento, pensé que bien parecido debió de ser ese huerto de los olivos próximo a Jerusalem donde Jesús fue tentado y prendido por los guardianes del templo, pues eran todo olivos lo plantado en ese área. Desde aquella atalaya se divisaba, como a vista de pájaro, la realidad de San Gimignano y su contorno. Bajo la tibieza de un sol adolescente que batallaba contra el desafío de las altas torres, refulgiendo las espadas doradas de sus rayos frente al reflejo calcáreo de la piedra, se extendía ese paisaje secular que una vez constituyó el frondoso corazón de esa etruria ignota. Los olivos se alineaban al resol sobre las blandas colinas, con el dibujo impreciso de sus troncos retorcidos deleitando con sus trazos; sobre las laderas contiguas se reunían las vides, cuyo nectar ennoblece el carácter de los campos; aquí y allá se salteaban los cipreses confiriendo al paisaje un bucólico estremecimiento; acullá se cogregan tupidos boscajes entre cuyos arbustos corretean los cinghiali.
Abundan los pueblos de piedra en las tierras itálicas; San Gimignano es un de ellos. Se ciñe con un cinturón pétreo de murallas; sobre sólidos sillares se asienta la puerta por la que accedemos. Una via principal nos conduce al corazon de la villa, donde aguardan sus plazas principales, la del Podestá y la de la catedral. En la primera destaca el brocal de su pozo, como el resto del pueblo, de sólida piedra, y los palacios consitoriales. En la plaza adyacente, la catedral o colegiata no se distingue como muchos templos toscanos por el preciosismo de sus mármoles. La construción parece en principio concebiba para una obra menor; sus reducidas puertas así lo hacen presumir. En su interior, como ocurre con casi todas las de Italia, cuenta con un rico patrimonio; aún desprenden fascinación los viejos frescos del Ghirlandaio, en su ciclo de santa Fina; al contemplarlos, no te defraudan y constituyen un reservado tesoro por el que merece la pena desplazarse hasta San Gimignano.
Sumergirse en su pasado esplendor, constituye una experiencia digana de vivirse; y sólo a un burdo analista se le ocurre comparar sus altas torres con las neoyorquinas, y etiquetar la ciudad como la Nueva York medieval. Sus altas torres, alguna más de las que se cuentan con los dedos de una mano, permanecen en nuestros días, son testigos fieles de los secretos mal solapados de esa otra historia terrible de Italia, con sus familias y clanes divididos y en pugna permanente. En San Gimignano, es real, las piedras hablan, sobrecoge su supervivencia testimonial y nuestro espíritu debe complacerse y enriquecerse al descifrar su mensaje.
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