Es indiscutible que la decoración de la Capilla Sixtina, realizada en su mayor parte por Miguel Ángel Buonarroti, sea la más importante y eximia obra al fresco jamás pintada. El visitante que la contempla por primera vez se llena de admiración; la nave de la Sixtina se torna un hervidero de cuchicheos de asombro y reconocimiento que el ujier encargado de velar por que se mantenga el recato debido en tan piadoso recinto no tarda en aplacar. A pesar de la incipiente tortícolis y las ligeras molestias cervicales inferidas de una observación detenida y detallada de la magna obra, el observador sale complacido, con el pleno convencimiento de haber gozado de una de las creaciones cumbre del arte de todos los tiempos.
Si fue Julio II(1503-1513), el Papa para cuya tumba Miguel Ángel esculpió también el Moisés, quien comisionó el encargo de la decoración del techo de la Sixtina, con sus famosos cuadros de la Creación, la Creación del Hombre, el Pecado Original, el Diluvio, etc..., recayó en Clemente VII(1523-1534), sobrino de ese otro Papa, León X, relacionado por tantos motivos a la eclosión de la Reforma y pertenecientes ambos a la eminente familia florentina de los Medici, tan vinculada al devenir artístico y humano de Miguel Ángel, encomendar a su vez al artista el inicio del fresco del Juicio Final, que sería continuado y concluido ya durante el papado de Pablo III Farnese.
Algo nos llama predominantemente la atención al contemplar el grandioso fresco: no hay purgatorio. En su centro, un Cristo majestuoso, envuelto en la luz cegadora de la gracia y que con gesto severo imparte la justicia postrera. A cada uno de los lados, el cielo y el infierno, poblados de esas figuras dispares, amontonadas, diseminadas sobre el azul ultramundano, y, sobre todo, desnudas, simbolizando así la resurrección de la carne, que con tanto revuelo agitaron las conciencias de su época. Hasta tal punto, que en vida del artista se llegó a cubrir, de manos de Daniele de Volterra, las impudicias con el decoro propio que exigia la piedad y la virtud cristianas. Porque el gran fresco tuvo sus defensores acérrimos como Vasari, que no escatimaba elogios al enjuiciar la obra, y sus detractores, como fue el Greco, quien acarició el proyecto, no tenido muy en cuenta por el Vaticano, de destruir la obra del florentino y ejecutar en su lugar otro Juicio Final, nacido de su paleta y con arreglo a la decencia y el más estricto espíritu católico.
Es de sobra sabido que Miguel Ángel se basó en la Divina Comedia, de Dante, para su Juicio Final. Sin embargo, no se nos oculta que el Purgatorio ocupa una de las tres partes que componen el excelso poema medieval italiano, como reflejo de ese cielo trinitario. ¿Por qué Miguel Ángel no se ajustó al esquema del maestro toscano, soslayando a su vez la más pura ortodoxia católica? ¿Qué ideas bullían en la mente del artista? Hoy sabemos que a la par de la ideas renacientes que propugnaban el retorno a la antigüedad clásica, a la emulación de sus modelos, otra corriente de pensamiento, que se ceñía a un terreno eminentemente espiritual de índole cristiana, afloraba a finales de Quatrocento.
Los fervorosos e inflamados sermones con que, desde el pulpito de Santa Maria del Fiore, San Lorenzo, o el foro de sus plazas, amonestaba el fraile Girolamo Savonarola a una corrupta sociedad florentina, uno de cuyos pilares lo constituían los Medici, calaron profundamente en el alma del joven Miguel Ángel. Parte del discurso del fraile ya se hallaba impregnado de ese aire nuevo y fresco que comenzaba a recorrer Europa; se estaba sembrando la semilla de la Reforma. Como sabemos, Savonarola fue excomulgado y quemado en la hoguera de la plaza de Signoria, pero su palabra no cayó en el vacío, sino que dejó honda huella en aquellos corazones que lo oyeron predicar, siendo duradera su influencia en el ámbito de Florencia. El legado de Savonarola perduró durante el resto de la vida del artista, quien, ya viejo, aún le parecía escuchar en su interior la voz apasionada y profética del fraile dominico.
Mas una nueva influencia vino a avivar la llama de la inquietud espiritual en el genio de Caprese. El nacimiento de la amistad con una mujer, una noble napolitana, Vittoria Colonna, miembro de una ilustre familia, viuda de uno de los generales de Carlos V, y que durante la gestación del Juicio Final mantuvo una estrecha relación con el maestro, supuso para éste un acercamiento definitivo a lo transcendente, a Cristo, a ese rescatado Redentor que comenzaba a pertenecer a la inmediatez de las vidas. Era Vittoria, por su parte, una mujer refinada y culta, profundamente creyente, próxima a la estela de las ideas reformistas de Juan de Valdés. Ella fue quien inculcó en Miguel Ángel ese nuevo aliento del espíritu; abrió su conocimiento a los principios de la redención a través de la Gracia y la justificación por la Fe, y fue cobrando relevancia el hecho de la muerte de Cristo como suceso capital, cuya sangre vertida redime del pecado y de la muerte, como más tarde desarrollaría el artista en sus "piedades". No hay duda, antes de la conclusión del gran fresco y de dar inicio a los dos postreros de la Capilla Paolina, Miguel Ángel ya es un convertido. El Juicio Final es la expresión inequívoca de su fe.
En definitiva, es, en el "Juicio...", el airado gesto de Cristo el que capitaliza e infiere dinamismo a la obra, y todo gira en derredor condicionado por Éste, indicando que sólo su Voluntad, su Gracia es la que salva en última instancia al hombre. Carece de protagonismo la presencia de su madre, con la mirada inclinada del lado por donde ascienden los justos, pero sin mostrar ninguna capacidad intercesora. Igualmente ocurre con la obras, que de ningun modo tienden una escala hacia la salvación. Es, pues,la Fe el único medio para alcanzar la Gracia, esa misericordia que Cristo nos regaló con su muerte.
Después de lo visto, se comprende bien a las claras que el fresco fuera criticado con dureza desde la curia, que el menor de los deslices sirviera como excusa para desacreditarlo, que se le acusara de antidogmático, irreverente y más digno de embellecer unos baños paganos que presidir el altar de tan señera capilla. No obstante, y merced al enorme peso específico del autor como hombre y como artista, el colosal Juicio Final ha salvado los avatares del tiempo, victorioso a pesar de críticas, de dogmas y de papas, y se nos muestra hoy tal cual fue: la expresión viva de un hombre irrepetible, de un arte excelso, de una época crucial y una Fe imperecedera y universal.
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