En plena adoslescencia llegó a mis manos un libro revelador, que con un lenguaje accesible conseguía penetrar la médula del acontecer contemporáneo y despejar algunas de las incognitas que, para aquellos que empezábamos a nacer para el mundo, se planteaban. El libro era Demian; su autor, Hermann Hesse.
Lo que conocíamos de Hesse era su actitud de rebeldía contra lo establecido, su inquietud por demandar nuevas respuestas que transformaran la naturaleza de nuestras vidas. No conforme con la tabla de valores que la sociedad imponía, buscaba esa transvaloración que ya otros antes de él habían postulado. Tras el misterio de Demian, es obvio que se solapa la filosofía de Nietszche, la cual reclama, tras el crepúsculo de los ídolos, la necesidad de abordar otros senderos no trillados, la urgencia de una nueva aurora para el mundo. Siguiendo este juego, la novela contrapone la atrevida alternativa del cainismo a ese sociedad conformista, fundamentada en valores judeocristianos, y que en la bondad de Abel, galardonada con la bendición divina, ha puesto el objetivo de su aspiraciones, el cual el escritor alemán denuncia por su cortedad de miras y su insulsez, y también como incapaz de ofrecer una realización integral y satisfactoria para el hombre. Hesse, como el mismo obró con su propia vida, nos invita con Demian, tras exponer la encrucijada a que llegado el mundo moderno en su anterior novela Bajo la rueda, ha emprender un sendero renovado, a huir de esa vida sometida y de esquemas desgastados y estériles, a desmarcarse de ese plantel de conveniencias y prejuicios que condicionan la conducta de todo pequeño burgués, sólo útiles para ese organismo social masificado que se conforma a axiomas dados. A la imagen de ese rebaño satisfecho sin un porqué, indiferenciado, se opone la singularidad del hombre que busca, que exige nuevas conclusiones y está dispuesto a construir una identidad mediante el ejercicio de la la propia libertad. Esta necesidad de emprender un proyecto de vida alternativo gozó de muchos seguidores, entre ellos lo hippies.
Es obvio que a Hesse le preocupaba su singularidad, y que no encontró en la Fe-era hijo de misioneros-una respuesta aceptable para sí, pues cifraba esa Fe como conformadora de una sociedad de la que se sabía y pretendía verse excluido. Huyendo de ese legado cristiano que no compartía, como hombre espiritual, siempre ávido de ese sustrado metafísico que justifique la existencia, buscó refugio en otras religiones, y hasta el llegó la fascinación, abigarrada y diversa, de la India; la figura del Buda, Siddhartha. En éste trata de reconocer su propia experiencia, perseguir unas huellas que conduzcan a ese resquicio por donde escapar a esa condenación cíclica del tiempo y atisbar acaso en ese fruto de la nada, que ya intuyera el maestro Eckhart, la verdadera plenitud. Pero hasta ese día de comunión definitiva, se refugió en Montagnola, donde cultivó ese jardín feraz y nutricio de su prosa al que debe acudir todo aquel, desorientado, perdido, que busca ese sendero único, personal e intrasferible, donde encontrar su propio destino.
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