Venecia nos seduce con el colorido de su música,que para conmemorarla fue escrita. Si en la plástica alcanzó una apoteosis difícil de igualar por ninguna otra ciudad, realzando en su maestría la secular potestad de la Serenísima Dominante,en su música trata de transmitir los matices más sensoriales del alma véneta. Cuando unimos la palabra música a Venecia, enseguida nos estremece la vibrante luminosidad de las composiciones de Vivaldi, con la claridad de sus alegros que hicieron despertar la envidia sana del buen Bach y que dieron chispa a su "Concierto italiano". En Vivaldi se anticipan todas la delicias que promete la ciudad lagunar: la ceremonia palatina y procesional, que recorre entre lujos y prebendas el área institucional de San Marco,en el énfasis de sus largos; y con los aires dulces de la madera, introduciendo lejanas añoranzas, se evoca la inestable acuarela de los atardeceres transidos de malancólica belleza de esa Venecia más íntima. La suavidad de sus cirros arrebolados, de sus viejos oros que funden la templanza del vespertino declinar con el magma derramado del mismo crisol de Vulcano o el rosáceo velo en el despertar de la aurora, que promete en el tornasol del agua la maravilla de la vida, restallando en reflejos de plata, en brillos de ilusión, nos devuelven la fe de que en el mundo, remontándose sobre el precipicio de su ignominia, es posible la poesía.
Reconoce también ese emotivo manar inundando el corazón en la cálida sinuosidad de los andantes y adagios, de donde del cimbrarse doliente de la cuerda, surge, nítida, imperiosa, la nota clarificadora, en su finitud de instante, reflejo de eternidad, del oboe, luz que anuncia el sueño de la creación en la nebulosa, gris y eterna, de la laguna. Asi te sobrecoge el alma, con el vértigo de un escalofrío, la frase serena y trágica de Albinoni, con la dulzura de un hontanar capaz de saciar nuestra sed apremiante o insistente vocero de nuestro insaciable anhelo que nunca sutura. Cabría en sus pasajes, como estallidos de auroras, como revuelos incólumes de palomas, el prodigio de la gracia con que la ciudad se reviste del lino fino de la novia. Al tanto que, en la basílica San Marco,encuentra su plenitud en las cupulas doradas un coral de Monteverdi, elevándose como incienso de espiritual etereidad; allí donde aún persiste el eco legendario de Farinelli y Senesino, que con voz celeste consagraron el milagro de cierta irrepetible Nochebuena.
Toda Venecia vibra con el Presto del Estío de la Cuatro Estaciones; toda ella es un arrebatado violín que clama al tiempo, que aspira al resplandor beato de la nueva Jerusalem. Mientras en la soledad de los canales pesiste el canto exótico de un gondolero, perdido en el misterio de la entraña del gran pez, en las naves de sus iglesias, como San Vidal, transciende el obsequio sonoro de su más resplandeciente ofrenda, el triunfo de Jericó, el milagro, la vida de su música.
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