Se han dado a lo largo de la historia innumerables casos de amistad íntima entre artistas o escritores, de las cuales alguna ha servido de acicate para mejorar sus respectivas obras. En la antigüedad fue notoria la relación habida entre Sócrates y Platón, aunque esta no pudiera considerarse como un tú a tú entre los iguales, sino el vínculo entre maestro y discípulo, que tanto contribuyó a conformar lo que hoy comocemos como pensamiento clásico. Fue, sin duda, fruto de esta relación el que perviviera a través de las edades el esplendor de los diálogos platónicos -ese precoz método del pensamiento con que analizar la realidad-, que siguen fascinando a todo aquel que se acerca a ellos por primera vez y constituyen el mayor homenaje que discípulo alguno pudo decicar a quien fuera su maestro y, en cualquier caso, reverenciado amigo.
Dando un repaso a las páginas de la historia, se suscitan nuevos ejemplos, si bien no tan llamativos y de prolongado alcance, como pudieron ser el de Garcilaso y Boscán, que poblaron de nuevas claridades renacientes nuestro anquilosado parnaso gótico, y mas allá, atravesando las fronteras y los siglos, ese hermanamiento espiritual que sirvió de base al idealismo alemán y abrió amplios cauces a su cultura, como fue el de Schiller y Goethe. La corte de Weimar aún representa una de las más altas cotas de florecimiento intelectual en occidente.
Pero conforme nos vamos acercando a nuestra época se van prodigando casos que vienen formar parte de nuestra vivencia más inmediata. En ese siglo XIX, de tan transcendental importancia para nuestro devenir contemporáneo, se dio el fenómeno de creadores afines que, atraídos por la obra mutua, sellaron con la sangre de su pintura o de su verbo tan amistoso vínculo, comprometiéndolo con una tarea y objetivos comunes. Aunque, a decir verdad, esa sangre no se constituía de pigmentos ni de hueras palabras, sino de los vitales componentes de nuestro flujo más esencial.
Pues verdadera sangre es la que fue vertida al disolverse tan reseñables relaciones. Me refiero a las que integraron Paul Verlaine y Artur Rimbaud, por un lado, y Vincent Van Gogh y Paul Guaguin, por el otro. La detonación del arma de Verlaine fijó una meta para un período que no daba más de sí, como la oreja de Van Gogh se erigió como trofeo de una ilusión que pudo haber sido y que se difuminó entre las brumas invernales de Arlés. El genio de Rimbaud descubrió ese otro que somos cada uno en la maraña de las selvas africanas o errando por parajes inhóspitos, entragado a una realidad de duros contrastes, como tal vez Gauguin, celoso de la inimitable alquimia de su colega holandés, desvelara la pureza del color en los últimos amaneceres de la playas de Hiva-Oa, embebido de la plenitud del mar infinito, saciándose de azules,atento ya sólo al susurro de la muerte, cuyo anuncio presentía en ese rumorear marino, distante, del interior de una caracola. .
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