Tras haber rebasado una etapa de dura tarea, cumplido el tiempo, se ha presentado un bien ganado período de asueto. Como siempre mi anual comparecencia en la feria del libro de Alicante, ha servido de preludio a tan esperado intervalo de relax y esparcimiento. Literariamente hablando, para mí el año ha constituido una etapa de receso en cuanto a creación se refiere, aunque significativamente han sido publicadas dos de mis obras: una, mi novela más ambiciosa hasta la actualidad, Un Amor de Bécquer, y la otra, una recopilación de las entradas que variablemente ofrezco a los asiduos lectores de este blog. Cuando mis previsiones literarias cobraban su cariz más halagüeño, el tornadizo destino se ha complacido en involucrarme en cometidos de carácter laboral, tentándome con el codiciado tintineo de la plata y hurtándome el tiempo y el ánimo necesarios para la labor creativa. Espero, en estas breves semanas de tregua vacacional, retomar ese pulso perdido, intensificar mis lecturas e intentar fraguar aunque sea el embrión de lo que pueda concretarse en una nueva novela, en la que como todo escritor bisoño cifro todas mis esperanzas.
Mis primeros escarceos gozando de esta momentánea libertad, pues ese breve lapso parece ser la única ocasión al cabo del año en la que uno llega a reencontrarse a sí mismo y a convencerse que es el dueño absoluto de sus actos, los cuales el resto de los meses permanecen hipotecados a una exigua nómina y a un rol social predeterminado, transcurren entre el ocio del paseo y el shoping, ese actividad a la que nos predestina inexcusablemente esta sociedad de consumo. Buscando saciar la sed propiciada por los rigurosos calores o el remanso reflexivo de una taza de café, entre tienda y tienda, me abro paso hasta la barra de un bar. Creo que era en Luceros, por supuesto en Alicante, pero no sabría precisar el establecimiento con exactitud. El local disponía de una gran pantalla, en la que se reproducían constantemente videosclips musicales y otros engendros visuales de la misma laya. Coincidió el momento en que apuraba mi consumición con la emisión de un videoclip de David Bowie, estrafalario personaje que parece haber labrado una leyenda dentro de la música pop. Se acompañaba de un grupo con ademanes y fisionomía no menos execrable. La línea melódica del tema que ejecutaban no debía de ser muy elaborada, pues se limitaban a remachar el escueto fraseo con estruendosos acordes reforzados por el énfasis de la percusión. El mensaje de aquella canción no debía de ser tampoco muy elocuente, pues el sucinto guion que narraba trataba de cierta zorrita callejera que trataba de estimular, con sus seductores ardides, los más elementales apetitos, es decir, los mas abyectos, esos que nos hacen recordar el lodo más nauseabundo de que estamos hechos. Me pareció una burda manera de alcanzar la gloria rebajarse en el elevador de la fama a esas profundidades del subsótano, allí donde Mamón parece recompensar con el fulgor de sus brillos el precio de la degradación. Y es que la música pop ha hecho un flaco favor a nuestros espíritus. Si ya en sus inicios nos obnuviló con los ensoñadores destellos sicodélicos de la Lucy in the Sky with Diamonds, ha esperado los días postreros para enlodarnos con las fétidas emanaciones de las cloacas del Averno.
Por fortuna, mi permanencia en tal establecimiento fue bastante breve; fuera me aguardaba la benigna atmósfera agosteña, con la dulzura del sol declinando y las jóvenes ninfas exhalando esos perjúmenes que nos sulivellan, envueltas en el primoroso candor de la juventud. Por delante, unas semanas de esperanza y el esbozo en el horizonte de uno de los paisajes más queridos: Venecia.
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