Con el disfrute de unas nuevas vacaciones he tenido oportunidad de retornar a ese milagro que significa Florencia.Como ninguna otra ciudad, se erige como capital por antonomasia del arte. En sus talleres y bottegas germinó ese fruto irrepetible que ha mantenido en ascuas a la posteridad: el Renacimiento. En el itinerario de sus palacios, plazas, calles y puentes puede seguirse el rastro de esas colosales personalidades que conformaron su portentoso legado. Los nombres de Miguel Ángel, Leonardo, Alberti, Brunelleschi, Ghiberti, Boticcelli, Raphael, que allí consumó su aprendizaje, y tantos otros dan fe de un patrimonio artístico difícil de igualar por ninguna otra ciudad y en cualquier tiempo.
Este despertar se puede rastrear ya en pleno medievo, que generó sobre todo dos eminetes personalidades decisivas para el desarrollo de ese consiguiente esplendor:Giotto y Dante. El primero sentaría las bases de lo que significaría su fecunda trayectoria artistica, mientras el segundo se eregiría en el primer poeta de occidente tras la era augustea y configiuraría ese molde que daría brío y consistencia a esas nueva lengua naciente: el italiano. Desde ese instante, el corazón de la vieja Etruria se convirtió en el referente más puro de esa identitad cultural itálica, que siempre vuelve a esas tierras toscanas en busca de sus raices. Se dice que en Siena se habla el más perfecto italiano, como en Valladolid el castellano más rancio.
La huella de ambos genios se siguen por ese bosque de artística frondosidad que supone la monumentalidad florentina. Es fácil tropezarse al Giotto en el decorado de los ábsides de muchas de sus iglesias, ornando muchas capillas con la gracilidad de unas pinturas que se desembarazaban poco a poco del hieratismo bizantino. Nos sorprende en esa obra magnífica del campanile de la catedral Santa Maria del Fiore y en el excelente ciclo de frescos para la Santa Croce, transmisores de esa huella duradera que puede seguirse en el reflejo de los muchos pintores posteriores en los que influyó.
Conserva el Dante, por su parte, sus propios lugares de culto, donde acceden a presentirlo quienes se han aproximado de algún modo a su obra. No es el Dante lectura para aquellos que buscan pasatiempo liviano. Confieso haberme aventurado tres veces en la aguas de su Divina Comedia y haber maufragado otras tantas en sus remolinos y corrientes. Es su estilo meditado y hermético, poco apto para quien se acerca a él con superfluo bagaje. Se lo desentraña con los azadones de la erudición y el agudo pico de la teología, y aun así nos restará un Dante que permanecerá inasible, sobre todo para aquellos que desconocen los senderos del amor, la diafanidad de sus cielos y la brillantez de sus fulgores. Un amor que parece aun irradiar en Santa Margarita, donde bajo la intercesión de los cielos las almas de los amantes parecen gozarse en la penumbra consagrada de sus muros que cantan ese sueño inmortal.
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