Venecia es un laberinto de posibilidades, un cajón de sastre apto para solventar aun el inusitado requerimiento. Nunca llega a ser conocida sino superficialmente. Para el visitante esporádico representa un desplegable de postales enfocadas desde su ángulo más favorecedor. Todo recién llegado recibe, pues, esa primera impresión entre sublime y hortera de pintoresquismo turístico. Por ello, nada más vergonzante que soportar impávido sobre el asiento de una góndola una impostada interpretación del Oh, Sole Mio, a cargo de un tenorino circunstancial acompañado por un acordeón. Y es que esta antagónica dicotomía va de modo inexorable unida a toda pretendida aproximación a la ciudad. Inequívocamente la sublimidad que, por ejemplo, delata el entorno complejo de la plaza de San Marco, se diluye en el constante flasheado a que es sometido sin tregua diariamente, constituyéndose el más arrebatador enclave en un clisé desvaído y convencional. Aunque, claro es, ese retocado sortilegio de postal de 0´50 céntimos complace sólo a los menos exigentes.
Mi última estancia en la ciudad de los canales, a la que el precedente exordio puediera servir de introducción, comenzó con halagüeñas expectativas. Había encontrado hospedaje en un hotel ubicado en el borde mismo del Gran Canal, si bien en ese tramo que podría definirse como tramo de los pobres, a corta distancia de la estación de Santa Lucia y el piazzale Roma. El albergo era pequeño pero tenía buenas trazas. Presentaba una decoración bastante cuidada; en el tema de sus cuadros-no sé decir si originales pero sí cubiertos por una pátina de vedutismo dieciochesco- y en el escogido mobiliario trataba de recrear un ambiente de época muy veneciano. Desde la ventana de la habitación, bien de mañana, podía observarse el tráfico reposado en el Gran Canal.
De cualquier modo, ese moroso deslizarse diario de aisladas embarcaciones por las argénteas aguas parece durar poco. Cuando una hora después, acabado el desayuno, tomamos el vaporetto en dirección a San Marco, padecemos, cómo no, uno de los mayores imponderables que soporta la ciudad: las agobiantes aglomeraciones en lugares concretos de la misma. Por suerte, la mayor parte de los usuarios durante aquel trayecto desembarcan en Rialto y devuelven al visitante uno de los mayores placeres que reserva este obligado itinerario: la contemplación de lo que fuera a través de las épocas, contrastadas en el testimonio de estilos de sus fachadas, esa Venecia aristocrática y magnífica. Conmueve sin la menor duda ese asombroso recorrido, duplicado en el espejo del agua, con que se nos representa su ya eclipsada y opulenta elite. Resalta su predilección oriental en sus preciosistas loggias entre góticas y bizantinas; la elegancia en los ventanales geminados de los palazzos Vendramín Calerggi y Balbi; la prudencia de su barroco en las Cas ´Pesaro y Rezzonico; el cromatismo renaciente en el Dario, y la distinción clásica en el Grassi, entre muchos ejemplos. Y asi, siguiendo el serpenteante cauce, arrebatados por los más exultantes goces para el ojo, nos dejamos conducir, como ascendiendo los peldaños de una escalera celeste, hasta la escenográfica esferidad de Santa María della Salute, sirviendo de soportal a ese legendario espejismo que ofrece la panorámica del bacino, como el ensueño deleitoso de un dios.
Para quien visita Venecia sólo para paladear sus placeres más evidentes, encontrará la ciudad dispuesta a satisfacer las más exigentes concupiscencias. Todo talante romántico descubrirá en ella evocadoras razones para consumar su pasión; el peregrino del arte tropezará en sus abigarrados salones el más pormenorizado catálogo que cabe atesorar una urbe. Para el cultivador de sensaciones, sus cuantiosos recovecos reportarán los más deliciosos matices; la animosidad más expansiva la reconocerá en la solicitud de sus campi; acá celebrará la destreza del gondolero para sortear los minimizados puentes y acullá festejará el decadentismo elitista acomodándose al marmol de uno de los cafés de San Marco.
Pero una cosa es la experiencia del mero espectador esporádico y otra involucrarse en la dinámica diaria de una ciudad: el paso del mero conocimiento a la comprometida amistad. Cuando corté ese nudo gordiano que bisagra tan opuestas alternativas, el velo de la decepción pareció empañar sus sublimes perspectivas de caballete. Ingenuamente, tanteé la posibilidad de distribuir mi libro sobre Casanova en las librerías de Venecia. Considerando que el tema les era afín, auguré un éxito aceptable. Nada más lejos de la realidad. Cuando en peregrinación recorrí los establecimientos más sugestivos del ramo que me salían al paso, tropecé con las mismas infranqueables barreras comerciales con las que uno tiene que lidiar en España. En una sorprendente local de lance, regentado por un amable veneciano, Luigi Frizzo, acaricié la posibilidad de tender ese puente que tanto me tentaba con la ciudad de la laguna; pero tristemente he de reseñar que tal tentativa, y con esto concluyo, quedó en agua de borrajas, y mi ambición de ocupar un lugar destacado en las embarcaciones que dan ese carácter tan vernáculo y colorista al local se vio de todo punto defraudada, al menos por el momento. Aunque tal vez me reste el consuelo de admitir que mis pretensiones sólo respondieran a un impulso nostálgico, en el cual añorara codearme con aquellos que aman o amaron por encima de todo esta insólita ciudad: Thomas Mann, Goldoni, Boito, Nordwich, Alvise Zorzi, entre los muchos.
Mi última estancia en la ciudad de los canales, a la que el precedente exordio puediera servir de introducción, comenzó con halagüeñas expectativas. Había encontrado hospedaje en un hotel ubicado en el borde mismo del Gran Canal, si bien en ese tramo que podría definirse como tramo de los pobres, a corta distancia de la estación de Santa Lucia y el piazzale Roma. El albergo era pequeño pero tenía buenas trazas. Presentaba una decoración bastante cuidada; en el tema de sus cuadros-no sé decir si originales pero sí cubiertos por una pátina de vedutismo dieciochesco- y en el escogido mobiliario trataba de recrear un ambiente de época muy veneciano. Desde la ventana de la habitación, bien de mañana, podía observarse el tráfico reposado en el Gran Canal.
De cualquier modo, ese moroso deslizarse diario de aisladas embarcaciones por las argénteas aguas parece durar poco. Cuando una hora después, acabado el desayuno, tomamos el vaporetto en dirección a San Marco, padecemos, cómo no, uno de los mayores imponderables que soporta la ciudad: las agobiantes aglomeraciones en lugares concretos de la misma. Por suerte, la mayor parte de los usuarios durante aquel trayecto desembarcan en Rialto y devuelven al visitante uno de los mayores placeres que reserva este obligado itinerario: la contemplación de lo que fuera a través de las épocas, contrastadas en el testimonio de estilos de sus fachadas, esa Venecia aristocrática y magnífica. Conmueve sin la menor duda ese asombroso recorrido, duplicado en el espejo del agua, con que se nos representa su ya eclipsada y opulenta elite. Resalta su predilección oriental en sus preciosistas loggias entre góticas y bizantinas; la elegancia en los ventanales geminados de los palazzos Vendramín Calerggi y Balbi; la prudencia de su barroco en las Cas ´Pesaro y Rezzonico; el cromatismo renaciente en el Dario, y la distinción clásica en el Grassi, entre muchos ejemplos. Y asi, siguiendo el serpenteante cauce, arrebatados por los más exultantes goces para el ojo, nos dejamos conducir, como ascendiendo los peldaños de una escalera celeste, hasta la escenográfica esferidad de Santa María della Salute, sirviendo de soportal a ese legendario espejismo que ofrece la panorámica del bacino, como el ensueño deleitoso de un dios.
Para quien visita Venecia sólo para paladear sus placeres más evidentes, encontrará la ciudad dispuesta a satisfacer las más exigentes concupiscencias. Todo talante romántico descubrirá en ella evocadoras razones para consumar su pasión; el peregrino del arte tropezará en sus abigarrados salones el más pormenorizado catálogo que cabe atesorar una urbe. Para el cultivador de sensaciones, sus cuantiosos recovecos reportarán los más deliciosos matices; la animosidad más expansiva la reconocerá en la solicitud de sus campi; acá celebrará la destreza del gondolero para sortear los minimizados puentes y acullá festejará el decadentismo elitista acomodándose al marmol de uno de los cafés de San Marco.
Pero una cosa es la experiencia del mero espectador esporádico y otra involucrarse en la dinámica diaria de una ciudad: el paso del mero conocimiento a la comprometida amistad. Cuando corté ese nudo gordiano que bisagra tan opuestas alternativas, el velo de la decepción pareció empañar sus sublimes perspectivas de caballete. Ingenuamente, tanteé la posibilidad de distribuir mi libro sobre Casanova en las librerías de Venecia. Considerando que el tema les era afín, auguré un éxito aceptable. Nada más lejos de la realidad. Cuando en peregrinación recorrí los establecimientos más sugestivos del ramo que me salían al paso, tropecé con las mismas infranqueables barreras comerciales con las que uno tiene que lidiar en España. En una sorprendente local de lance, regentado por un amable veneciano, Luigi Frizzo, acaricié la posibilidad de tender ese puente que tanto me tentaba con la ciudad de la laguna; pero tristemente he de reseñar que tal tentativa, y con esto concluyo, quedó en agua de borrajas, y mi ambición de ocupar un lugar destacado en las embarcaciones que dan ese carácter tan vernáculo y colorista al local se vio de todo punto defraudada, al menos por el momento. Aunque tal vez me reste el consuelo de admitir que mis pretensiones sólo respondieran a un impulso nostálgico, en el cual añorara codearme con aquellos que aman o amaron por encima de todo esta insólita ciudad: Thomas Mann, Goldoni, Boito, Nordwich, Alvise Zorzi, entre los muchos.