Nada más confortador que contemplar la vista de Toledo desde el puente de Alcántara a una hora temprana de la mañana: la atmósfera quieta, el silencio apenas conturbado por el eco cercano y rumoroso del Tajo, la osadía de las edificaciones que trepan por la peña en tramos escalonados hasta el Alcázar, contra el fondo de cielo purísimo... El viajero que llega, ante tal invitación, no puede por menos que sentirse como en casa. En tal ambiente no le resta sino reconocer la huella que configura nuestra identidad española. Advertirá, nada más iniciar su visita, que dentro de la muralla se recogen todos sus mitos y todos sus tópicos.
Lo que es la ciudad en la actualidad queda neutralizado con el lo que fue. Y es con ese pasado con el que rápida y sentimentalmente se identifica e instala el viajero. Congeniar con la antigua urbe es enfrentarse a su compleja diversidad y extraer un provecho conveniente y una enseñanza.
Toledo resume y sintetiza ese conglomerado de culturas que según los eruditos formaron la identidad de España. Tres pueblos diferentes, tres culturas-cristiana, islámica y judía-que convivieron y convergieron en esa encrucijada de la historia del mundo que significó la ciudad carpetana. Dos de estas culturas se beneficiaron de su capitalidad durante un determinado período, sucediéndose en su hegemonía, mientras la tercera se constituyó en cooperante de ambas, sin renunciar a su sello característico.
El arte por excelencia en Toledo, el mudéjar, crea constancia de esa tripolaridad y de la consecuente simbiosis que dio origen a una nueva forma de entender ese dispar legado desde la convivencia. Cabe pensar que estas tres culturas aportaron cada una lo mejor de sí mismas mediante un secular diálogo enriquecedor que diera testimonio de sus capacidades. Y esto sólo fue posible durante un período en que ninguna de ella estuvo en condiciones de imponer su respectiva hegemonía. Si esta quimérica España de las tres culturas, de la convivencia, existió, fue bajo el impedimento de que ninguna de ellas pudo dominar y prevalecer sobre las demás. Circunstancia que se dio tan sólo coyunturalmente en Toledo como en el resto de la peninsula, creándose ese marco deseable en el que fuera posible ese pacífico florecimiento. Se suele conjeturar que el califato Omeya de Córdoba supuso un modelo de tolerancia en el que pudieron aflorar los más eminentes valores culturales. Tal vez esto fuera posible, insisto, durante los esporádicos armisticios que dieran respiro a esa larga guerra de cinco siglos o durante períodos distinguidos por una debilitada voluntad política. Pero mientras el islam estuvo empeñado en expandir su imperio y mantuvo su pujanza, tanto bajo Almanzor o durante el fanatismo almohade, dudo que tal modelo de convivencia pudiera llevarse a cabo. Igualmente los reinos cristianos mientras trataron de consolidar sus aspiraciones políticas, que culminaron con la creación de la nacionalidad española por los Reyes Católicos, no contemplaron en ningún sentido la perservación de ese modélico reino abierto al diálogo y la convivencia.
La creación de España como nación se fundamentó a buen seguro en esa voluntad de reconquista, ideológicamente hegemónica y poco dada a las concesiones, de la quedaba excluida cualquier pretensión de consenso. Tanto moros como cristianos, cuando adquirieron una descollante posición de predominio, trataron de imponer su convicción exclusivista y diferenciadora.
Las religiones del Libro vinieron a constituirse en un mismo elemento aglutinador y discrepante, en el que los tres pueblos podían reconocerse en sus semejanzas y disentir por sus desigualdades. Este determinante de la Fe nos hace pensar en una coexistencia antes que en una convivencia. Coexistencia que, qué duda cabe, estuvo expuesta a toda suerte de transferencias a todos los niveles, muy evidentes en esas "marcas" territoriales que delimitaban los reinos. Y puede conjeturarse con razón que fueron los reinos cristianos quienes más provecho sacaron de tales intercambios, habida cuenta de que se trataba de la confrontación de una cultura emergente con otra en decadencia, la islámica de Al Andalus, que había recogido el legado de la antigüedad y con cuyo contacto el mundo europeo redescubrió las señas de su pasado.
Presumiblemente, existió esa forzosa relación de las tres culturas, cristiana, árabe y judía, en la cual cada una tomó lo que más le convenía de las restantes y de cuya mixtura, con toda seguridad, nacio el genio de lo español. Tal vez en un instante ideal de nuestra historia se dio ese mítico pais del Preste Juan, en el que estas tres culturas conocieron y llevaron a cabo ese paradigma de cooperación y convivencia, el cual es el que deseamos inflame el ideal de la España de nuestros días y trace la perspectiva de nuestro futuro.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario