Para todo aquel que recorre el viejo Salamanca, obligado es tropezarse en su periplo con los pasos olvidados de Unamuno. Tras la visita al rectorado en la universidad, en el cual se mantiene su memoria inalienable, no pude sustraerme a los ecos de esa voz que parece resonar consustancial al recuerdo de sus piedras, y me apresuré a adquirir una antología de sus poemas, cuya grávida musicalidad me acompañó durante las restantes horas que permanecí en la ciudad del Tormes.
Unamuno cantó a Salamanca con la vibrante luminosidad de su poesía. La amó, acercándose a ella desde la intimidad del poeta, en la complicidad del sentimiento, desde la fecunda mirada del creador. No pudo deshechar su orgullo de ciudad sabia, pero la vivió en el profundo compromiso del amor.
Desde la vitrina del Café Novelty, en la plaza Mayor, se observa esa inquietud de la vida salmantina. En las mesas de sus bares y tabernas -es verano- ameniza el lánguido cernirse de la noche la tuna de alguna de sus facultades. Los clientes celebran las horas de asueto tras la fatigosa jornada ocupando las terrazas y escuchando las romanzas y el rasguear de los instrumentos. Hay turistas contentadizos que aplauden con complacencia. Yo reposo, a mi vez, del agitado itinerario del viajero.
Esa mañana, uno de los puntos importantes de nuestra apretada agenda lo constituía, cómo no, la visita a la universidad. La legendaria fachada plateresca y el ámbito de aquella plaza recoleta donde se erige la estatua de Fray Luis de Leon son testigos vivos de nuestra singladura cultural a través de la historia, y en cuya docta atmósfera descubrimos los españoles lo mejor de nosotros mismos cumpliendo tan compleja y enriquecedora trashumancia siglo tras siglo, pudiendo además reconocer, en el recorrido alternativo por las aulas de su sede renaciente, cómo se fue urdiendo a lo largo de las generaciones nuestra identidad pedagógica. Porque dentro de dichas aulas se gestó la más lúcida dialéctica del pensamiento español, como en el espejo de su río comenzó a andar, guiando a un ciego, nuestra literatura. También en Salamanca encuentra uno la secular sabiduría remedando a quien escruta los viejos libros de Salomón; pues desde sus bancos alcanzaron el púlpito los más refinados teólogos, a la luz de cuyas especulaciones vimos bruñirse el más esclarecido resplandor de nuestra metafísica.
Visita obligada en la universidad, además de a esa vetusta aula en donde impartió sus clases Fray Luis, con su testimonial "decíamos ayer", es la que se debe cursar al antiguo rectorado. Entre sus paredes pervive el recuerdo palpitante del gran don Miguel. En sus enseres y austeras decoraciones se respira al detalle esa sobria humanidad unamuniana. Especial mención merece la añeja parra que trepa hasta el balcón, preñada de simbolismo evangélico. Porque uno de los compromisos esenciales del autor de la Agonia del cristianismo era el de la Fe. Sus manifestaciones se reconocen en ese ascetismo casi claustral que rodea su memoria, cuyo grave exponente queda bien reflejado en la elementalidad del ámbito. En éste no existe lugar para lo superfluo; todo es expresión de su sinceridad más honda: esa que sabe a Jesús y rechaza al fariseo. En la noble mesa donde escribió muchas de sus obras, y a cuya hospitalidad compareció Augusto Pérez, reposan algunas cuartillas como esperando la tinta fresca de su pluma, convencidas de que es sólo mero trámite el que la voz demiúrgica clame como a Lázaro: ¡Sal fuera! Puesto que se diría que la memoria del rector-ese rector per exellence- parece revestir esos objetos callados, investidos de un cierto hieratismo, que nos circundan y que para quien sepa observarlos se tornan sumamente locuaces, revelando los secretos, inescrutables para quien no aprenda a mirar con el corazón, de quien fuera su dueño.
En la sala principal se distribuye la biblioteca que perteneciera al maestro, aunque junto a su escritorio se descubra una más escogida, de cabecera. Quizá en los grabados de sus títulos sobre los lomos se expliquen todas las inquietudes que desasosegaron a don Miguel en sus últimos años y que en el bagaje de sus obras mínimamente nos invitó a compartir. Pues lo que más define el espíritu de un hombre es su biblioteca. Mas, dejando a un lado los libros, conforme penetramos más en aquel espacio de la memoria, observamos que de las paredes cuelgan, enmarcados, algunos de sus poemas autógrafos, creando una atmósfera museística que, si bien no fue la que respiró su ilustre inquilino, ayuda a prefigurar la semblanza del autor y su creación.
Y ganados por ese hombre que se resistía a dejar de ser, buscando la intimidad más personal, una vez abandonamos estos rincones de trabajo donde se engendraron tantos frutos del espíritu, acongojándose ya nuestra emoción, descubrimos la reducida pieza del dormitorio. Desnuda de vanos oropeles, nos acerca al Unamuno más auténtico, al que sólo bastaba la conciencia viva y elemental de la Verdad. Ya que sólo dos luces iluminan la alcoba: un parvo cabo de vela, esa luz para el cuerpo, y el resplandor de la epidermis del Cristo de Velazquez -presidiendo su lecho- en el que supo escrutar la Gracia de la Redención: esa luz para el alma.
Unamuno cantó a Salamanca con la vibrante luminosidad de su poesía. La amó, acercándose a ella desde la intimidad del poeta, en la complicidad del sentimiento, desde la fecunda mirada del creador. No pudo deshechar su orgullo de ciudad sabia, pero la vivió en el profundo compromiso del amor.
Desde la vitrina del Café Novelty, en la plaza Mayor, se observa esa inquietud de la vida salmantina. En las mesas de sus bares y tabernas -es verano- ameniza el lánguido cernirse de la noche la tuna de alguna de sus facultades. Los clientes celebran las horas de asueto tras la fatigosa jornada ocupando las terrazas y escuchando las romanzas y el rasguear de los instrumentos. Hay turistas contentadizos que aplauden con complacencia. Yo reposo, a mi vez, del agitado itinerario del viajero.
Esa mañana, uno de los puntos importantes de nuestra apretada agenda lo constituía, cómo no, la visita a la universidad. La legendaria fachada plateresca y el ámbito de aquella plaza recoleta donde se erige la estatua de Fray Luis de Leon son testigos vivos de nuestra singladura cultural a través de la historia, y en cuya docta atmósfera descubrimos los españoles lo mejor de nosotros mismos cumpliendo tan compleja y enriquecedora trashumancia siglo tras siglo, pudiendo además reconocer, en el recorrido alternativo por las aulas de su sede renaciente, cómo se fue urdiendo a lo largo de las generaciones nuestra identidad pedagógica. Porque dentro de dichas aulas se gestó la más lúcida dialéctica del pensamiento español, como en el espejo de su río comenzó a andar, guiando a un ciego, nuestra literatura. También en Salamanca encuentra uno la secular sabiduría remedando a quien escruta los viejos libros de Salomón; pues desde sus bancos alcanzaron el púlpito los más refinados teólogos, a la luz de cuyas especulaciones vimos bruñirse el más esclarecido resplandor de nuestra metafísica.
Visita obligada en la universidad, además de a esa vetusta aula en donde impartió sus clases Fray Luis, con su testimonial "decíamos ayer", es la que se debe cursar al antiguo rectorado. Entre sus paredes pervive el recuerdo palpitante del gran don Miguel. En sus enseres y austeras decoraciones se respira al detalle esa sobria humanidad unamuniana. Especial mención merece la añeja parra que trepa hasta el balcón, preñada de simbolismo evangélico. Porque uno de los compromisos esenciales del autor de la Agonia del cristianismo era el de la Fe. Sus manifestaciones se reconocen en ese ascetismo casi claustral que rodea su memoria, cuyo grave exponente queda bien reflejado en la elementalidad del ámbito. En éste no existe lugar para lo superfluo; todo es expresión de su sinceridad más honda: esa que sabe a Jesús y rechaza al fariseo. En la noble mesa donde escribió muchas de sus obras, y a cuya hospitalidad compareció Augusto Pérez, reposan algunas cuartillas como esperando la tinta fresca de su pluma, convencidas de que es sólo mero trámite el que la voz demiúrgica clame como a Lázaro: ¡Sal fuera! Puesto que se diría que la memoria del rector-ese rector per exellence- parece revestir esos objetos callados, investidos de un cierto hieratismo, que nos circundan y que para quien sepa observarlos se tornan sumamente locuaces, revelando los secretos, inescrutables para quien no aprenda a mirar con el corazón, de quien fuera su dueño.
En la sala principal se distribuye la biblioteca que perteneciera al maestro, aunque junto a su escritorio se descubra una más escogida, de cabecera. Quizá en los grabados de sus títulos sobre los lomos se expliquen todas las inquietudes que desasosegaron a don Miguel en sus últimos años y que en el bagaje de sus obras mínimamente nos invitó a compartir. Pues lo que más define el espíritu de un hombre es su biblioteca. Mas, dejando a un lado los libros, conforme penetramos más en aquel espacio de la memoria, observamos que de las paredes cuelgan, enmarcados, algunos de sus poemas autógrafos, creando una atmósfera museística que, si bien no fue la que respiró su ilustre inquilino, ayuda a prefigurar la semblanza del autor y su creación.
Y ganados por ese hombre que se resistía a dejar de ser, buscando la intimidad más personal, una vez abandonamos estos rincones de trabajo donde se engendraron tantos frutos del espíritu, acongojándose ya nuestra emoción, descubrimos la reducida pieza del dormitorio. Desnuda de vanos oropeles, nos acerca al Unamuno más auténtico, al que sólo bastaba la conciencia viva y elemental de la Verdad. Ya que sólo dos luces iluminan la alcoba: un parvo cabo de vela, esa luz para el cuerpo, y el resplandor de la epidermis del Cristo de Velazquez -presidiendo su lecho- en el que supo escrutar la Gracia de la Redención: esa luz para el alma.