AZORÍN: LA OTRA MIRADA

Azorín es uno de los grandes escritores más injustamente ignorados en nuestros días. Esta contingencia radica en que es uno de esos autores en los que predomina una voluntad irrenunciable de estilo. Esta singularidad, deudora de una personalidad nada acomodaticia, se constituye en la causa más fundamental de que tanto él, como su paisano y coetáneo Miró, no cuenten entre los autores más frecuentados por los lectores y su obra no trasponga el estrecho ámbito de las minorías.

Nuestra cultura de hoy, temerosa de esa incertidumbre inherente a toda originalidad, se refugia tras los bastiones de lo trillado y mediocre. Cualquier sospechosa distinción es silenciada por una barrera de cautelosa indiferencia. En el discurso novelado se tiende a una estandarización homologada y comunmente admitida, que rechaza todo intento de trasgredir esa barrera niveladora. De común, se plantea una discreta uniformidad en la estilística del relato, donde, sin embargo, se exige a su fondo una gran riqueza de contenidos, olvidando que en toda obra literaria la contradicción entre ambos factores es inviable.

Azorín precisa ser redescubierto, puesto que es el escritor del siglo XX que más trasparencia a dado al español como lengua. Perteneció a esa generación puente entre lo vernáculo y la modernidad -gestada y encumbrada acaso a posteriori-que más escrutó en los significados de esta lengua y sus mitos, y supo penetrar en las entretelas de sus esencias. Compartía con otros escritores periféricos una decidida vocación de estilo, y es, junto a Valle-Inclan, la figura que más lejos llevó el idioma, puliendo sus aristas como los ángulos de un diamante y practicando su ascética hasta las más extremas claridades. Se diría que en cada una de sus obras el lenguaje es el asunto primordial, más allá de la anécdota o la subjetividad reflexiva.

Sus ojos, que discernieron lo real valiéndose del estilete del lenguaje, se acongojaron mirando el sobrio paisaje castellano desde la balaustrada de su policromía mediterránea. Esto le procuró la ventaja privilegiada del contraste, y supo leer en la soledad del yermo y los ancestrales muros de sus bastiones las más hondas contradicciones de nuestra idiosincrasia. Desde el conocimiento de la rígida articulación de nuestras sociedades provincianas, presagió y denunció la inviabilidad de un progreso envarado por insuperables lacras. El sueño del ferrocarril quizá sólo supusiera en sus vislumbres de pequeño filósofo un engañoso atisbo desde la reserva de su escepticismo.

Como poeta del pesimismo, reflexionó sobre la debilitada voluntad con que la sociedad española encaraba su incierto futuro, el fruto amargo de ese lesivo complejo de nuestra marginalidad europea. Con la madurez propia del lúcido caminante de las rutas de España, presintió nuestro destino trágico y el gran reto que se debía de afrontar para sobrevivir. Por eso, en esta época de cultura teledirigida, su nombre gusta ser ignorado desde amplios sectores ideológicos que animan o degradan nuestras aspiraciones.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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