La iglesia de los jesuitas de Toledo destaca, entre las maravillas diversas de la peñascosa pesadumbre de la urbe, por su edificación relativamente reciente. Debe su origen a ese impulso contrarreformista que pobló de templos ambiciosos la vieja Europa. Se enumeran varios arquitectos que la hicieron posible; a resaltar, en sus orígenes, el constructor de la catedral, Juan Bautista Monegro.
Como digo, las iglesias de los jesuitas descuellan en Europa por la amplitud de sus plantas de cruz latina, casi siempre basilícales, por el lujo de sus capillas, presididas por brillantes retablos, y por las imponentes y luminosas cúpulas que se elevan sobre el crucero. Bastarían los ejemplos del Gesú, en Roma, I Gesuati, en Venecia, y los numerosos ejemplos que se pueden encontrar en tantas ciudades europeas de mayor o menor rango..
En la toledana, la amplitud y luminosidad de sus naves me recuerdan los templos palladianos de Venecia, en los que se nos revela esa nueva espiritualidad que se vivía durante esos prolegómenos de la modernidad.
Los jesuitas de Toledo comparten muchos aspectos de sus hermanas mayores o menores de España y Europa; en la ciudad de Toledo el templo destaca por sus dimesiones inhabituales. Se ubica a medio camino entre el Zocodover y la judería, sobre una pequeña plaza en la que descubre su espléndida fachada. Llama la atención por su trazado moderno, discrepante entre los muchos templos seculares que salplican el mapa toledano. Por ejemplo, colinda con San Román, con sus importantes vestigios del arte visigótico y muestra especial contraste si se lo compara con los no muy distantes ejemplos que se erigen en la calle Santo Tomé, donde aflora ese mudéjar característico.
Llama, pues, primordialmente la ateción de su fachada su carácter monumental y sus imponentes torres laterales definiéndose vigorosas sobre el azul de los cielos toledanos. Se distinguen estas torres por estar abiertas a la visita pública. Quien lo desee, tras una moderada escalada, podrá acceder a la cumbre de las torres campanario, donde le esperan algunas de la vistas más interesantes e impactantes de Toledo.
Dejando arrastrar la mirada por el tupido entramado de los tejados de la ciudad, como diablo cojuelo, uno siente la tentación de curiosear en ese palpitante pulular que se esconde bajo la ocre arcilla y penetrar sus más íntimos secretos. La visión desde esos oteros privilegiados es incomparable: bajo los tejados se adivina el trazado de las calles, en un laberinto indescifrable que preserva sus ricos tesoros y el sosegado discurrir de su vivencia. En cada punto de la rosa de los vientos nos reclama una maravilla: San Juan de los Reyes, a nuestra derecha; al frente, la Catedral primada; el Alcázar, a mano izquierda; a nuestras espaldas, la puerta de Bisagra y el hospital de Afuera; y finalmente, atisbando en lontananza, de un lado la Vega, dividida por el trazado ya sereno del Tajo, y del otro, la abrupta orografía de los cerros toledanos, con sus cigarrales dispersos como oasis de civilización.
Y una cosa estremece sobre todas: el sobrecogedor silencio de ciudad varada en su historia, de ciudad entrañada en sí misma y que nos alienta, en su contemplación sosegada, a sumirnos en más trascendentes meditaciones.
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