Por un tiempo tuve a las hermanas Brontë como representantes de la novela más genuinamente inglesa. Me sacó de tal creencia Harold Bloom, donde en su canon de la novela afirma que las hermanas Brontë constituyen un punto y aparte en la tradición novelistica inglesa, cuya mayor ortodoxia habrá que encontrarla en Jane Austen , George Elliot y la más contemporánea Virginia Wolf, entre las excelentes mujeres novelistas que nutren dicha literatura.
Sin embargo, hay que reconocer que las hermanas Brontë lustran como ningunas otras la novela estrictamente romántica, creando en ella esa atmósfera especial en la que reúnen los componentes más representativos del género: en su ámbito abundan los lugares inhóspitos, los destinos amargos de unas vidas la mayor de las veces conducidas por una voluntad irracional, voluntad que como en Cumbres Borrascosas trascenderá las reglas de lo permitido, además de otras tentativas de lo imposible que lo caracterizan. En la lectura de cualquiera de sus novelas encontraremos ese elemento inquietante que satisfará algunas ciertas desmesuras que el lector reclama, siempre que éste se sienta anheloso de las sugestivas ensoñaciones que buscan estremecer su sensibilidad y su morbo.
Dice Bloom que las Brontë tenían un modelo, y éste no era otro que George Gordon Byron. Desde su niñez vivieron bajo la aureola fascinadora del mayor de los románticos. Es seguro que en torno al fuego del hogar comentarían su leyenda. Su imaginación se poblaria de esos grandes amores contrariados y de exóticos viajes. Beberían en esa enigmática fuente que luego alentaría su universo literario y diseñaría el perfil de sus héroes. Es más que conjeturable, pues, que en sus dos grandes novelas, Jane Eyre y Cumbres Borrascosas, sus dos protagonistas Heatcliff y Rochester se constituyan en trasuntos de lord Byron. Sobre la imagen del poeta, pues, construirían su heroe romantico y sobre la solariega mansión de Newstead Abbye, las sombrías mansiones de Thornfield y Wuthering Heights. Convirtieron, en suma, el talante byroniano en un género que, sin duda, tuvo incondicionales seguidores y, cómo no, seguidoras.
En estos días sentía la necesidad de hincar el diente a una novela que me atrapara, que no tuviera que dejar a las pocas páginas bajo el peso del hastío. Y eché mano de Jane Eyre. Al contrario que Cumbres Borrascosas, no la había leído durante mi juventud y, aunque conocía de referencias la historia, contaba con la pericia de la hábil Charlotte para que consiguiera envolverme en su fascinación. A las dos primeras páginas ya estaba atrapado y exultante de navegar el río, entre remansos y turbulencias, de una novela bien escrita.
Sin embargo, hay que reconocer que las hermanas Brontë lustran como ningunas otras la novela estrictamente romántica, creando en ella esa atmósfera especial en la que reúnen los componentes más representativos del género: en su ámbito abundan los lugares inhóspitos, los destinos amargos de unas vidas la mayor de las veces conducidas por una voluntad irracional, voluntad que como en Cumbres Borrascosas trascenderá las reglas de lo permitido, además de otras tentativas de lo imposible que lo caracterizan. En la lectura de cualquiera de sus novelas encontraremos ese elemento inquietante que satisfará algunas ciertas desmesuras que el lector reclama, siempre que éste se sienta anheloso de las sugestivas ensoñaciones que buscan estremecer su sensibilidad y su morbo.
Dice Bloom que las Brontë tenían un modelo, y éste no era otro que George Gordon Byron. Desde su niñez vivieron bajo la aureola fascinadora del mayor de los románticos. Es seguro que en torno al fuego del hogar comentarían su leyenda. Su imaginación se poblaria de esos grandes amores contrariados y de exóticos viajes. Beberían en esa enigmática fuente que luego alentaría su universo literario y diseñaría el perfil de sus héroes. Es más que conjeturable, pues, que en sus dos grandes novelas, Jane Eyre y Cumbres Borrascosas, sus dos protagonistas Heatcliff y Rochester se constituyan en trasuntos de lord Byron. Sobre la imagen del poeta, pues, construirían su heroe romantico y sobre la solariega mansión de Newstead Abbye, las sombrías mansiones de Thornfield y Wuthering Heights. Convirtieron, en suma, el talante byroniano en un género que, sin duda, tuvo incondicionales seguidores y, cómo no, seguidoras.
En estos días sentía la necesidad de hincar el diente a una novela que me atrapara, que no tuviera que dejar a las pocas páginas bajo el peso del hastío. Y eché mano de Jane Eyre. Al contrario que Cumbres Borrascosas, no la había leído durante mi juventud y, aunque conocía de referencias la historia, contaba con la pericia de la hábil Charlotte para que consiguiera envolverme en su fascinación. A las dos primeras páginas ya estaba atrapado y exultante de navegar el río, entre remansos y turbulencias, de una novela bien escrita.