Del Imperio español

Del Imperio español

 Leo que una historiadora afirma que los españoles aún no hemos digerido la pérdida del Imperio hispano. Yo me atrevería a refutar que el español común no sólo no ha digerido la perdida del imperio, sino que lo ha metabolizado y evacuado en la letrina. No creo que haya un español que ignore, desde los comienzos del siglo XX, cuál es el lugar que España ocupa en el concierto de las naciones. Para mi generación, niños durante los sesenta, estaba claro que el lugar de España se situaba en la perifería del mundo, y que los acontecimientos locales apenas tenían ascendiente en el rotar indiferente del globo y que el cuerno de la abundancia pertenecía a otros hemisferios a los que no se tenía acceso. Por televisión, mientras contemplábamos las miniseries americanas, sabíamos de sobra dónde se cocía y donde bullía el devenir histórico, y que nosotros no hacíamos más que ir a remolque y extender la mano pordiosera de la limosna. España, por entonces, excepto por las hazañas del Real Madrid, no tenía un puesto sino marginal entre esas otras naciones que impulsadas por América dominaban Europa. Los fastos de los Austrias quedaban ya tan lejanos, tan en la añoranza de los libros escolares, donde se mascaba ese dejo del blasón venido a menos, y tan distantes de ese español común que durante siglos sólo conoció los distintos aspectos de la penuria. Lo demás eran memorias de viejos hidalgos a los que apenas restaba una austera trágala que echarse en el buche.

Jesús, ¿el Mesías?

Jesús, ¿el Mesías?

 Recientemente, he comprado un libro referido a la figura de Jesús, vista desde la perspectiva del ensayo histórico, donde se barajan datos sobre los que se discute sus mesianidad. Considero un error buscar respuesta a pregunta tan esencial, recurriendo al análisis de textos testimoniales o interpretaciones de fragmentos  más o menos canónicos, buscando en ellos la corroboración o refutación de un hecho que sólo se puede verificar en la experiencia de la realidad viva. Si la divinidad de Cristo es o no real, es algo que debemos enjuiciar tras la vivencia, pues pronto nos tropezaremos con Él.

Discrepancias literarias

Discrepancias literarias

 Confieso ser un hombre literario. Muchas de mis grandes satisfacciones me las han proporcionado los libros. Permanezco atento a toda entrevista realizada en torno a los escritores. Me complazco atendiendo a la elocuencia que pudieron desarrollar Borges, Mujica Lainez, Pla, Octavio Paz, al ser entrevistados por televisión. Nunca me he hartado de contenidos que tengan que ver con la cultura. Pero no sé si es que los años me han vuelto más exigente o acaso que se han debido de extremar mis perspectivas. La cuestión es que hoy, ojeando libros en una librería, he percibido cierta fatiga quizá provocada por una relativa prevención ante la saturación verborreica en literatura. El primer síntoma en el día ha ocurrido mientras hojeaba un volumen de Poesía reunida, de Roberto Bolaño. El parrafo en cuestión correspondía a un poema en prosa, no muy extenso. Supongo que un mismo texto puede suscitar en el lector impresiones ambivalentes, según sea su estado de ánimo. En ese momento, encontraba en tal lectura un batiburrillo de frases inconexas, que quizá mantuvieran profundos significados para su autor, pero que a mí sólo me llevaban a preguntarme: ¿Qué utilidad tiene semejante derroche? ¿qué se pretende con tal discurso deslavazado, además de confundir las mentes?  Decía Pla que existen dos clases de prosa: la comprensible y la ininteligible.

El otro ejemplo ha surgido al escuchar al escritor Rodrigo Fresán por You tube, durante una entrevista distendida, donde hacia gala de su retórica sofisticada, su erudición libresca, y la originalidad de sus planteamientos. Pero al hilo ha aportado un argumento que me ha dejado helado e insatisfecho, al manifestar que no creía en Dios, aduciendo a propósito unas triviales consideraciones vindicatorias. Seguramente, creerá en el florilegio verbal de una retorica capciosa con la que transmite a sus lectores  confusión, o en la facundia dialéctica tras de las que muchas veces se parapeta la ignorancia, emborronando con ella galeradas de tinta huera; pues del piélago embarullado de tal prosa jamás podrá extraerse ninguna pesca milagrosa.

El sur

 


He bajado al sur. El sur constituye la mitad de mi herencia. Alli he reencontrado lo que se fue; la sorpresa inesperada al cruzar Despeñaperros: esos montes abruptos, llenos de verdura, con corrientes que acaso solo se espera encontrar en la España cantábrica. Otrora fueron barrera aislacionista, refugio de bandoleros, jalonando la Andalucia atávica, sede de los reinos moros;  luego región ensimismada y contentadiza, de charanga y pandereta. En esas cumbres, al descubrirlas por vez primera, pareció cambiar mi concepto de Andalucia, la Andalucía oriental, a la que había imaginado pobre, yerma, superficial y estentórea.  La visión interminable de los montes de olivar, desde el mirador junto a las murallas de Úbeda, despertaron algo inefable en mi alma.

Pero mi destino principal era Linares. Linares la discreta, religiosa y minera. No destaca Linares, como Úbeda y Baeza, por su riqueza monumental, sino como ciudad modesta y laboriosa. Sus renombradas minas remontan a los romanos, que elaboraron su plomo y sus vetas argénteas. Tal riqueza dio a Linares su período de esplendor, cuando los pozos fueron a caer en manos de patronos ingleses que emprendieron a fondo su explotación. Fue la época privilegiada de Linares, a cuya estación de Madrid acudían viajeros de muchas partes para labrarse un porvenir. En Linares, como en toda ciudad pequeña, pronto se vuelve uno a encontrar con sus propios pasos. Frente a esa estación fantasma a la que ya no llegan trenes. En Linares se ha de tomar la vida con calma, disfrutar las pequeñas cosas. Saborear, en las instancias del recuerdo, lo que significó la ciudad para mí madre: ese reducto paradisíaco donde se fraguó el milagro de su infancia y que le sobrevivió hasta sus últimos momentos.