Leo que una historiadora afirma que los españoles aún no hemos digerido la pérdida del Imperio hispano. Yo me atrevería a refutar que el español común no sólo no ha digerido la perdida del imperio, sino que lo ha metabolizado y evacuado en la letrina. No creo que haya un español que ignore, desde los comienzos del siglo XX, cuál es el lugar que España ocupa en el concierto de las naciones. Para mi generación, niños durante los sesenta, estaba claro que el lugar de España se situaba en la perifería del mundo, y que los acontecimientos locales apenas tenían ascendiente en el rotar indiferente del globo y que el cuerno de la abundancia pertenecía a otros hemisferios a los que no se tenía acceso. Por televisión, mientras contemplábamos las miniseries americanas, sabíamos de sobra dónde se cocía y donde bullía el devenir histórico, y que nosotros no hacíamos más que ir a remolque y extender la mano pordiosera de la limosna. España, por entonces, excepto por las hazañas del Real Madrid, no tenía un puesto sino marginal entre esas otras naciones que impulsadas por América dominaban Europa. Los fastos de los Austrias quedaban ya tan lejanos, tan en la añoranza de los libros escolares, donde se mascaba ese dejo del blasón venido a menos, y tan distantes de ese español común que durante siglos sólo conoció los distintos aspectos de la penuria. Lo demás eran memorias de viejos hidalgos a los que apenas restaba una austera trágala que echarse en el buche.
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