Qué duda cabe que Valle-Inclán juega un papel aparte dentro del noventaiochismo español, aunque reconocemos ese cómputo generacional como bastante aleatorio. Su condición de periférico y su adhesión al modernismo lo convierten en un "outsider" dentro de dicho movimiento. Coincide, no obstante, con su contemporáneo Azorín en su sensibilidad por lo formal, y no se puede desdeñar su preocupación por lo hispano como eje de su pensamiento, aunque quizá de forma menos apremiante que en Unamuno y Baroja.
Valle-Inclán se caracteriza por su pose, su desafío de radicalidad iconoclasta ante la vida y su perfil de personaje recreado, de logro histriónico. De "eximio escritor y extravagante ciudadano" lo catalogó el general Primo de Rivera. En su nombre extenso y resonante (por huir del "rimbombante" peyorativo) y en su estrambótica fisonomía se sublima el artista, pero se encubre el verdadero Valle. Si bien cierta intuición nos dicta que en él el artista trascendió al hombre.
La trayectoria literaria de Valle es bastante ardua de abarcar, pues fue evolucionando conforme el escritor maduraba humana, espiritual y políticamente. Habría que resaltar que fue el integrante de su generación con más olfato artístico y se mantuvo siempre avizor de las corrientes de su tiempo, destacando entre los ismos como adelantado e innovador.
Deudor de los simbolistas y decadentistas franceses- en España llamados modernistas-, con claras influencias de Verlaine, Nerval, D´Auvervilly o de Lisle Adam, supo trasformar estas influencias en beneficio de su particular estilo y amoldarlas según sus exigencias. Hábil en armonizar las diferentes vanguardias en el crisol perfeccionista de su alquimia, aportó a su lenguaje aun la geométrica asepsia del cubismo, del que encontramos sorprendentes ejemplos en su Tirano Banderas. Pero en lo que todos coincidimos es en que su logro más destacado es el "Esperpento", esa realidad deformada por la convexidad o concavidad de los espejos del callejón del gato. Nadie, desde Quevedo, supo reflejar con sátira más caótica y corrosiva la realidad española. Porque el Esperpento es nuestro sainete visto desde las coordenadas de los trágicos griegos.
Este último Valle es, sin duda, el más apreciado, en esencia por esa vuelta de tuerca revolucionaria que da a su literatura, de tanta influencia, sobre todo, en nuestro teatro posterior.
Sin el Esperpento no se entiende Lorca, ni el Alberti de los Adefesios, ni el Alfonso Sastre de la Taberna Fantástica. Aunque, personalmente, me adscribo a ese Valle que elaboró esa memoria lúcida que supone El Ruedo Ibérico, donde desde la descarnada reflexión se examina el presente, purgando ese ricino que supuso un siglo XIX donde se contornan sus chirriantes contradicciones, su poso amargo y sus albures; en realidad, es un escabroso itinerario en el que el escritor busca desesperado una salida, para que la patria y sus cronistas no se reconozcan malogrados, como ese Max Estrella que expía nuestras miserias en un cruel Madrid, afrentado e incongruente.
Queda, tras estas someras valoraciones, la mención del Valle más popular, pero a la vez el más luminoso y sutil: el de las Sonatas; un don Ramón al que gustaba escribir bonito, como puntualizó Umbral en su monográfico sobre el escritor.
Sonata de Primavera ha ejercido siempre en mí una obsesionante fascinación desde una primera lectura, fascinación que me llevó a devorarla una vez y otra con fruición. Es Sonata de Primavera junto a Muerte en Venecia el par de novelles que me hubiera gustado haber escrito de la historia de la literatura. El universo de Sonata de Primavera, donde se introduce por primera vez a Bradomín como guardia noble vaticano, es de italianizante guardarropía, comparable a una filigrana de orfebre; un mundo perfecto en sí mismo, principesco y ladino, melancólico recorrido, aun en primavera, por senderos secretos de otoñal hojarasca, rebosante de beatitud y de pecado, aromado de fragancias y oreado de susurros, de rumor fuentes y "de música de alas", como en el célebre nocturno de José Asunción Silva. Su antítesis es la de Estío, aunque igualmente bella. El solsticio aquí alumbra la policromía las tierras de America. Columbrando en el puente de la Dalila se descubre el reverbero de las radas color turquesa y la fronda esmeralda, invitando a la aventura indiana. Una vez metidos en ella, desde que Bradomín descubre a la "mujer", la tentadora niña Chole, una embriagadora atmósfera fustiga la carne estremecida y arrebatada por el dolor dulce de la desesperada sensualidad. Como quien dice, Valle-Inclán lo borda.
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