REENCUENTRO CON BLAS DE OTERO

REENCUENTRO CON BLAS DE OTERO
Rebuscando en los anaqueles de la sección de poesía de unos grandes almacenes del libro tropecé con una obra que llamó particularmente mi atención: Ancia, de Blas de Otero. Es habitual en mí, cuando visito esta clase de establecimientos, hojear unos momentos ese libro que ha reclamado mi interés y, si su contenido no llega a complacerme, devolverlo sin más contemplaciones a su lugar. Con este poemario de Otero se produjo, sin embargo, entre lector y autor una favorable empatía, pues a la lectura de un primer poema no pude resistir la tentación de leer otros más, quizá porque su contenido me extrañó, tratándose de un poeta al que yo tenía encasillado en esa generación de postguerra, comprometida y áspera.

Mis primeras aproximaciones a Blas de Otero llegaron de la mano de los cantantes de la lucha antifranquista, Paco Ibañez y algún otro, que ponían música a alguno de sus poemas con evidente intención política. En concreto, no sabría decir cuál, pero algunos de ellos venían insertados entre el maremagnun de poemas de Machado, Hernández, Celaya, Leon Felipe, etc.., a quienes dichos cantautores glosaban. Como la vigencia de aquella euforia poética pasó, diluida en parte por la vorágine del acontecer político, también pasó, en mí como en munchos, el interés por Blas de Otero.

Con los libros suele pasar como con las personas, que muchas veces se asoman a nuestro camino como guiados por una indescifrable determinación y acaban por significarse como elementos esenciales de las distintas etapas de nuestra biografía. Me ocurrió con Hesse, con Thomas Maan, con Mujica Lainez, con Balzac, con Valle Inclán, con tantos otros. Quizá este nuevo encuentro con Otero participe de la misma perspectiva. De momento, me ganó su poemática existencial, desnuda, asolada por el desarraigo con el mundo, y por el más íntimo del hombre con Dios. Su poesía trata de indagar estas razones, de escarbar la llaga de esta desvinculación, de buscar esa certeza que absuelva al hombre de la incertidumbre en la que Dios le esconde el rostro.

La poesía de Otero es sobria, despojada de liciencia, con una profundidad que se reconoce en la de nuestros místicos y con la que pretende penetrar el misterio. Indaga en el camino en que lo hizo San Juan de la Cruz, buscando cómo apagar su sed en esa fuente inagotable, viva y plena del amor divino. Porque la máxima aspiracion en el hombre es el reencuentro renacido y definitivo con Dios.

SIGÜENZA Y SU DONCEL

Mis primeras noticias de Sigüenza me llegaron por la reproducción en el reverso de la tapa del libro de "formación del espíritu nacional" de una imagen en blanco y negro del Doncel, que llenaba de buen gusto la superfluidad de tales páginas. Recuerdo vívidamente dicho grabado, pues del resto del libro sólo recuerdo la tortura de tener que memorizar unas lecciones cuyo discurso abstruso mi mermada inteligencia trataba en vano retener. Al parecer quería identificarse esa figura del Doncel con los ecos de esa España noble en su historia y tradiciones que la ideología del régimen pretendía inculcar como ideal político, destino en lo universal, en aquellas almas vírgenes a las que se proponía modelar. Tal posición de conejillo de indias en manos de un docente fanatizado, o de inconsistente barro en manos de un alfarero ideólogo, siempre me dio mala espina y lo juzgaba como una encerrona de la que de cualquier manera debía sustraerme. No lo conseguí sino de modo bastante oneroso para mi reputación, dejando en mi historial clamorosas máculas sobre mi insuficiencia de examinando. De tal memoria, pues, puede colegirse que yo anidara un cierto resquemor hacia la figura del Doncel. Pero, si lo hubo, no debió de durar mucho, pues, tras el paso del tiempo, de aquel infausto libro sólo reutuve la gracilidad de aquella figura sin par, llena de sugerencias, de romántico ensueño y de poesía.

La palabra Sigüenza parecía estar siempre ligada a algo hermoso. Si durante la infancia lo fue a esa escultura legendaria que representaba a un joven guerrero en actitud culta y ensoñadora, luego llegó a ocupar mi pensamiento a través del descubrimiento de la literatura de Gabriel Miró. Como José Martínez Ruiz se desboblaba en su alter ego Antonio Azorín, así hacía lo propio Miró con Sigüenza. Ese Sigüenza de Años y Leguas y del Libro de Sigüenza.Tras la figura de su protagonista se vertían la luz y los colores levantinos, pero para mí tal apelativo me parecia evocador de vastos paisajes, crespos y ocres, de viejos pueblos recostados sobre una loma y que sólo los visitan la aguas fugaces de un río anónimo o las cigüeñas de invierno a invierno. Reconocía aquel nombre lleno de resonancias, de matices, peculiar con esa diéresis que le otorgaba un aire arcaico, castizo; rumoreaba en el alma como un viejo río que atraviesa el ojal de un puente romano; olía a mies fresca de siega recién cumplida; recordaba las migraciones de esa aves temporeras que anidan los pétreos campanarios de Castilla, o deslumbraba con el destello legendario de hazañas heroicas contra el sarraceno que ennoblecieron los momentos cruciales de España.

Impulsado por estas dos consistentes razones, añorante una, literaria la otra, una mañana, desde Madrid, tomé el tren hacia Sigüenza. El viaje resultó cómodo y no muy largo. Arribar a Sigüenza es retroceder en la memoria. El pueblo se tiende sobre una serranía visitada por las lluvias y recubierta por un manto de verdura. La recorren multiples corrientes acuíferas, entre vegas al parecer fecundas y zonas arbóreas con abundante caza. Su cocina se nutre de tales bondades; allí aún se puede degustar un buen cordero o una suculenta perdiz. Recorrer sus rincones es rebuscar en ese recuerdo colectivo llamado historia. De esa "historia" hablan las piedras de su catedral, la noble arquitectura de su plaza Mayor, con su heráldica decorando los balcones de forja y el columnado ya secular de su pórtico, amén de sus templos menores y el imponente castillo que domina la villa.

Cuando uno se apea en la estación, que no dista mucho del pueblo, lo recibe un mural en donde se recoge un poema lleno de la grácil luminosidad que daba a sus creaciones Rafael Alberti; en él se vierten los más encomiables laudos a la población y a su más destacado vecino a través de los tiempos, el Doncel... La oportunidad de la loa me sirvió de acicate para hacer realidad de una vez ese postergado encuentro de tantos años. Cuando se consumó, no pudo se más satisfactorio, pues en aquella capilla de los Arce se conjuga la más refinada esencia del arte verdaderamente hispano, de un renacimiento autóctono que tuvo bastante de singular, y cuya cercana contemplación justificaba de sobra mi viaje. Cuando partí de aquel lugar mágico de nuestra geografía, lo hice bastante satisfecho, convencido de haber enterrado definitivamente bajo el polvo del olvido aquella "malformación del espíritu nacional" que nunca debió haberse ejercido.

DESDE LA CUMBRE DE MICENAS

DESDE LA CUMBRE DE MICENAS
Micenas constituye ese núcleo primordial e impreciso de la protohistoria griega; en ella se reconocen los reducidos vestigios que nos han quedado de su edad heroíca y de una lengua arcaica, interpretada de estelas dispersas y denominada escritura lineal A y B. Para muchos representa un bastión continental de la misteriosa civilización minoica, con cuyas estructuras ciudadanas se encuentran evidentes paralelismos. Básicamente se encuadra en el tipo de ciudad palacial, que como Cnosos prefiguraron el modelo de civilización entre los llamados Pueblos del Mar. En definitiva, es ese eslabón lleno de incentidumbres que sirvió de puente para esa otra civilización que floreció poco después en Grecia, procedente del mundo dorio y que se configuró en deslumbrante paradigma a lo largo de las generaciones.

Micenas, como una buena parte de la arqueología más fundamental, debe mucho a la intiución de un hombre: Schliemann. El fue su descubridor, quien supo desentrañar de la caprichosa topografía el enclave que la ocultaba bajo capas de estratos, indiferencia y olvidos. Su fe hizo posible que, en medio de un paraje montuoso escondido bajo el sedimento de los siglos, aflorara el milagro de la Puerta de los Leones, bajo cuyo portal de ciclópea mamposteria quizá partiera para su guerra lejana el átrida Agamenón. Porque creer en su realidad histórica reúne idénticas propabilidades que en su tiempo tuvo la, por tan largo período, ensoñación de Troya. Schliemann apeó al mítico Homero de lo fabuloso para entroncarlo en esos cimientos reveladores que cuentan su sucesivo devenir y hacen cada día más verosímil el conflicto de Ilión. Y si estas piedras dan testimonio de su veracidad histórica, por qué no la epopeya de ese ciego portentoso no pudiera ofrecer la legítima constancia de una era no menos portentosa e inverosímil.

Desde la atalaya de las terrazas de los palacios de Micenas se contempla un magnífico panorama de las tierras griegas, que extiende su corteza agreste hasta diseminarse en la lontananza con el suspiro ronco y trascendental del mar. Al otro lado del sendero, hoy carretera comarcal, que serpea faldeando la cumbre de Micenas se encuentra ese enigmático cenotáfio denominado la tumba de Agamenón. Al entrañar en su críptico espacio uno puede plantearse haber vivído una experiencia única o cuando menos haber participado en un acto de honda significación, en un descubrimiento inusual del que deben proliferar cuantiosas y transfomadoras lecturas. Una experiencia singular en este sentido es la que describe Henry Miller en su libro El coloso de Marusi. En verdad, penetrar ese espacio infrecuente debe sumergir a su protagonista en la misma confusa incentidumbre que envuelve a quien profana el silencio legendario de una pirámide egipcia. Al menos, esa fue mi más inmediata vivencia de turista curioso, que no pudo resistirse tampoco a la irrenunciable instantánea frente a su pasadizo como ante la majestuosidad arcaica de la Puerta de los Leones, único lienzo de murallas que permanece en pie en Micenas y cuyas piedras nos hablan de que una vez existió una ciudad por cuyas puertas desfilaron en busca de gloria marciales guerreros y elevó un altar a los cielos donde aplacar la furias oscuras durante la adolescencia humana, en un acontecer en el que se nos convence que acaso los hitos de la historia no sean por una vez sólo un vano espejismo.

UNA PÁGINA SOBRE BALZAC

UNA PÁGINA SOBRE BALZAC
Balzac fue para mí un descubrimiento de lector maduro. Sí bien, en mi edad juvenil, tuve mis primeros balbuceos con su prosa, hube de descartarla por su difícil absorción y por ser representativa de esa "culture" francesa, que en aquella época se me antojaba el colmo de la, ciertamente pedante, pesadez europea. La novela que propició estos indecisos contactos fue "Un asunto tenebroso", relato en que la maestría balzaciana revela la variedad de sus resortes, sobre todo cuando al final de ella describe las escabrosas licencias de la inteligencia bonapartista. En esas vigorosas últimas páginas se descubre el Balzac más inspirado.

En cualquier caso, el universo de Balzac es una creación adulta y para adultos. No goza de los fuertes contrastes de la epopeya que hace de un Steveson un escritor para todas las edades, y si participa de esa acritud del melodrama, anticipándonos esa sorpresa descarnada de lo real, atrayente y desazonador. La creación de La Comedia Humana supuso para Balzac el objetivo supremo, de cuyo fracaso devendría el fantasma de una vida malograda. Para que esto no ocurriera, puso en el empeño sus cinco sentidos y el aglutinante de una inteligencia nada frecuente. Como Proust vio claro unos postulados que dieran cohesión y significación a su obra. El cometido era bien simple, pero la vastedad del propósito participaba de la genialidad. Su tarea era poner en la mesa de operaciones de su literatura a esa sociedad de la restauración de la que era coetáneo, y conforme a su vocación, intérprete. Con el bisturí de su prosa diseccionaría ese cuerpo enigmático y convulso, hasta extraer a la luz sus virtudes y lacras, el material de sus sueños y la carroña de sus mezquindades.

Conocedor como nadie de ese París que había despertado de la desmesura napoleónica y que ahora pretendía reconocerse en el recatamiento de un tradicional provincianismo, seguía a sus gentes por las calles, calibraba sus convenciones, se introducía en lo más secreto de sus alcobas, reconocía la quincalla en el oropel de sus vanidades, y suspiraba con dolor antes de delatar la ponzoña de los corazones. Quien desea abarcar lo absoluto se pierde en el remolino de su vorágine.

Los héroes de Balzac no pretenden serlo; los son porque la vida los coloca en esa tesitura. Pero decíamos que Balzac no entronca con la epopeya, a no ser que juzguemos la Comedia Humana globalmente como una descomunal epopeya de su siglo, como fue la de Homero para la Edad Heroica. Lo personajes balzacianos se nos presentan asequibles, porfiando en la claroscuro del drama, veraces, devorados por la pátina social, enfermos de esa calentura de las convenciones, llenos de engaño, de pasiones y renunciamientos. Vivos, sí, pero de algo que nos es exactamente vida real, sino vida literaria: como en ese viacrucis de Papa Goriot, donde se revela el esfuerzo sobrehumano que tuvo que hacer Balzac para apurar tan amargo cáliz, para entregarnos ese algo más que literatura.