Mis primeras noticias de Sigüenza me llegaron por la reproducción en el reverso de la tapa del libro de "formación del espíritu nacional" de una imagen en blanco y negro del Doncel, que llenaba de buen gusto la superfluidad de tales páginas. Recuerdo vívidamente dicho grabado, pues del resto del libro sólo recuerdo la tortura de tener que memorizar unas lecciones cuyo discurso abstruso mi mermada inteligencia trataba en vano retener. Al parecer quería identificarse esa figura del Doncel con los ecos de esa España noble en su historia y tradiciones que la ideología del régimen pretendía inculcar como ideal político, destino en lo universal, en aquellas almas vírgenes a las que se proponía modelar. Tal posición de conejillo de indias en manos de un docente fanatizado, o de inconsistente barro en manos de un alfarero ideólogo, siempre me dio mala espina y lo juzgaba como una encerrona de la que de cualquier manera debía sustraerme. No lo conseguí sino de modo bastante oneroso para mi reputación, dejando en mi historial clamorosas máculas sobre mi insuficiencia de examinando. De tal memoria, pues, puede colegirse que yo anidara un cierto resquemor hacia la figura del Doncel. Pero, si lo hubo, no debió de durar mucho, pues, tras el paso del tiempo, de aquel infausto libro sólo reutuve la gracilidad de aquella figura sin par, llena de sugerencias, de romántico ensueño y de poesía.
La palabra Sigüenza parecía estar siempre ligada a algo hermoso. Si durante la infancia lo fue a esa escultura legendaria que representaba a un joven guerrero en actitud culta y ensoñadora, luego llegó a ocupar mi pensamiento a través del descubrimiento de la literatura de Gabriel Miró. Como José Martínez Ruiz se desboblaba en su alter ego Antonio Azorín, así hacía lo propio Miró con Sigüenza. Ese Sigüenza de Años y Leguas y del Libro de Sigüenza.Tras la figura de su protagonista se vertían la luz y los colores levantinos, pero para mí tal apelativo me parecia evocador de vastos paisajes, crespos y ocres, de viejos pueblos recostados sobre una loma y que sólo los visitan la aguas fugaces de un río anónimo o las cigüeñas de invierno a invierno. Reconocía aquel nombre lleno de resonancias, de matices, peculiar con esa diéresis que le otorgaba un aire arcaico, castizo; rumoreaba en el alma como un viejo río que atraviesa el ojal de un puente romano; olía a mies fresca de siega recién cumplida; recordaba las migraciones de esa aves temporeras que anidan los pétreos campanarios de Castilla, o deslumbraba con el destello legendario de hazañas heroicas contra el sarraceno que ennoblecieron los momentos cruciales de España.
Impulsado por estas dos consistentes razones, añorante una, literaria la otra, una mañana, desde Madrid, tomé el tren hacia Sigüenza. El viaje resultó cómodo y no muy largo. Arribar a Sigüenza es retroceder en la memoria. El pueblo se tiende sobre una serranía visitada por las lluvias y recubierta por un manto de verdura. La recorren multiples corrientes acuíferas, entre vegas al parecer fecundas y zonas arbóreas con abundante caza. Su cocina se nutre de tales bondades; allí aún se puede degustar un buen cordero o una suculenta perdiz. Recorrer sus rincones es rebuscar en ese recuerdo colectivo llamado historia. De esa "historia" hablan las piedras de su catedral, la noble arquitectura de su plaza Mayor, con su heráldica decorando los balcones de forja y el columnado ya secular de su pórtico, amén de sus templos menores y el imponente castillo que domina la villa.
Cuando uno se apea en la estación, que no dista mucho del pueblo, lo recibe un mural en donde se recoge un poema lleno de la grácil luminosidad que daba a sus creaciones Rafael Alberti; en él se vierten los más encomiables laudos a la población y a su más destacado vecino a través de los tiempos, el Doncel... La oportunidad de la loa me sirvió de acicate para hacer realidad de una vez ese postergado encuentro de tantos años. Cuando se consumó, no pudo se más satisfactorio, pues en aquella capilla de los Arce se conjuga la más refinada esencia del arte verdaderamente hispano, de un renacimiento autóctono que tuvo bastante de singular, y cuya cercana contemplación justificaba de sobra mi viaje. Cuando partí de aquel lugar mágico de nuestra geografía, lo hice bastante satisfecho, convencido de haber enterrado definitivamente bajo el polvo del olvido aquella "malformación del espíritu nacional" que nunca debió haberse ejercido.
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