En uno de los rincones suburbiales y periféricos de Venecia uno puede encontrar, si su paciencia alcanza para deshilvanar el enredado dédalo, el Campo dei Mori. Extiende su modesta área frente a las aguas verdosas, hediondas si se esmera el sentido olfativo, de uno de los canales menores del Cannaregio. El Campo recibe tal nombre de las toscas estatuas de tipos orientales adosadas a las fachadas que lo circunscriben. Nada hay en ellas del arte excelso de los Sansovino o Bartolomeo Bon, o los anónimos maestros que contribuyeron a ennoblecer la gran puerta del Arsenal. Estos personajes cubiertos por un turbante se caracterizan por su burdo modelado, en los que el tiempo ha posado su huella nostálgica e incluso jocosa. Se aprecian notorias mutilaciones en algunas de ellos y llaman especialmente la atención las prótesis nasales de metal herrumbroso con que se ha querido paliar tales mermas. Sabemos que son moros por los turbantes y estamos seguros de que su singular ubicación responde a algún remoto acontecer y a unos fundamentos legendarios, velados por el misterio.
Pero quien se ha sustraído al bullicio de la ciudad para perderse en la soledad que suele presidir los barrios distantes, y muy usualmente los derroteros de este campo, apreciará que los exiguos turistas que encuentra a su paso persiguen, plano en mano, las huellas de uno de los artistas cuya obra contribuyó más a delinear el carácter de la ciudad. No lejos del Campo dei Mori se halla la casa que perteneciera a Jacopo Robusti, il Tintoretto. Sin embargo, Venecia, para este artista que tanto la engrandeció, demuestra más bien una comedida generosidad, incluso parece resistirse remisa a la dádiva. En la fachada del inmueble una modesta lápida lo celebra y recuerda; pero nada más puede llevarse el visitante que tras la fascinación de este artista ha encaminado sus pasos por una Venecia más inédita, más sobria pero más real. Siguiendo el monográfico itenerario, tras la pista de ese Tintoretto infrecuente, se concluye en la Madonna del Orto, una de las joyas de esa Venecia periférica, en una de cuyas capillas está enterrado el artista. Trasponiendo la fachada gótica, coronada en sus alas de hornacinas con estatuas rematadas por arcadas, se penetra en la amplia nave, en la que llama primordialmente la atención el ábside, revestido por las descomunales telas de quien fuera su más insigne feligrés. Envolviendo el presbiterio, como si de magníficas vidrieras se tratase, se muestra la ofrenda que el más ilustre de sus vecinos quiso donar a su parroquia. Y frente a la monumentalidad gloriosa de este retablo, a mano derecha, la sencilla lápida con sus restos. ¡Qué contraste con los fastos conmemorativos del Tiziano, en Santa Maria Gloriosa dei Frari! En estas huellas evidentes, queda clara cuál era la predilección de los venecianos.
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