El sol se disuelve, en profusión de dorados, en las aguas opacas de la laguna, como si se mirara en un espejo que le devolviera sus dulces gracias; ha mirado en la mañana de los siglos, siguiendo la estela de las embarcaciones hasta donde le llegó la elipse de la memoria. Las aguas inquietas chapotean al borde indefinible de lo impreciso, allí donde se recrea la ilusión, en el plano de esa ciudad soñada que tienta con su misterio inaccesible como un espejismo y del que resultan verosímiles los ecos míticos de su fundación. Se la advierte más real cuando el sol de la tarde dora sus cúpulas, en los días claros donde de un lado anticipa el mar prolífico de las civilizaciones, y del otro dibuja las lejanías de hiperbóreas leyendas en los confines ultrmontanos. Pudo ser que al borde del ensueño la presintieran los fugitivos vénetos, escamoteándose de las razias de longobardos u ostrogodos, cuando al disiparse la niebla incierta se percibiera el firme promontorio de Rialto, sobre cuyo seguro bastión se disipaban las espumas, volubles emisarias de las divinidades marinas. Entonces debió oirse en el eco de las caracolas el anuncio de que allí se eregiría sobre aquel fermento de musgo y lodo, en ese cedazo de tierra emboscado entre la espesa enramada, el vislumbre ideal de una república.
El silencio de la noche penetra las losas bañadas por el frio resplandor lunar, para dejar escuchar en la vigilia sus resonancias en la plaza próxima, sobre el arco distante de los puentes, en la soledad de los palazzos que mantienen sus ventanas entreabiertas. En uno de los ángulos de la plaza se yergue, pendente, un campanile; y en la impavidez de sus piedras se esconde una leyenda, que escapa extravagante a su torturada memoria; nos habla de amores ultrajantes, de doncellas enclautradas en las solitarias mazmorras situadas en lo alto de magníficos torreones, a los que sólo se accede trazando a nuestro paso el caracol imposible de un minarete oriental. Cercanas corren la aguas prudentes de un fiume, dejando a su paso el edor descompuesto y fétido de su corrupción, mientras a lo lejos el eco de una voz se eleva en intervalos enigmáticos que hablan quejumbrosos de emotivos recuerdos, en los que se desgarra el doliente lamento de la sangre. La luna, aislada y fría; el rumor de unos pasos perdidos en el dédalo indescifrable de esa ciudad que se oculta, marinera y bizantina; el silencioso bogar de una góndola navegando una memoria intemporal, en pro de un destino ya prescrito; y en el filo de la noche el refulgir de una daga y el secreto encubierto de una máscara.Y allí donde las sombras trazan su fontera, la evidencia de un cadáver con la herida suturada por la plata fría de la Luna.
Venezia se despereza entre la bruma en un amanecer de cristal y de armonía, mientras modulan los sones lánguidos de una viola d´amore. Es la plenitud de los deseos, ese palpito que se ansía encontrar por una vez en las cosas; si fuera falaz, hablaría de instante eterno: ese en que la palabra es clave no de lo inefable sino de lo esencial. Entre la bruma, apenas se perfilan los contrastes; pero la realidad se insinúa y promete un mundo. Digo un mundo, no el mundo. Un mundo dormido tras el velo de la niebla, que augura ser suprerior a lo entrevisto, distinto del ensueño, más cercano a la quimera. En él descansan nuestras aspiraciones, desgastadas de vivir en esta encarnación de lo inaceptable. Pero,irremediablemente, ahora persiste el rumor del agua que se mece, recordando su destino precursor del infinito, que palpita y lame el corazón de lo real, el casco de las barcas varadas, el perfil inconcreto de la niebla que se desmadeja en harapos y perfila las aristas de un templo arrancado de las páginas del Vitruvio y en el centro de la rosacea nebulosa anuncia el nucleo concentrado de un sol macilento que irradia el candor de los astros del Lorena, como un trasunto de esos cielos místicos y de esa nueva Jerusalem que deja entrever su consistencia dorada.
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