Hay momentos en que el peso de las horas nos hace urgir la salida del laberinto. La vida se presenta como la posibilidad de una trampa tendida de la que nunca escaparemos. Hasta nuestro oído llegan los ecos, las voces, las resonancias; hasta nuestro corazón el lamento, el conduelo. Hay días que la vida esplende, su vigor nos basta; nos sentimos penetrados por ella, convencidos de haberla poseído y nos hace caminar con ademanes de príncipe; su luz se vuelve mañana de esperanza; pero siguiendo ese ley fatal de lo que es, la plenitud de sus rayos desbordados anuncian el pesimismo del crepúsculo. Es la hora opaca de las sombras, de lo escondido, de la noche. Y esa misma oscuridad de cendales luctuosos traen barruntos de la muerte. Conforme los días caen, y los años se suceden, se presiente el vértice del silencio inevitable, la pétrea rugosidad del paisaje que susurra ese reclamo sotovoce invitándonos a sumarnos al polvo de la tierra, a regresar al útero confuso de la intemporal oquedad y a temer que nuestra voz no volverá jamas a ser oída en la indiferencia del universo.
En estos dias lánguidos, donde las notas de un violín desgarrado nos hablan del lamento de la llovizna que retarda el cuajar de la primavera y nos pergeña el seco hieratismo de las hileras de árboles aún sin hojas, en cuyo trazado nervioso y quebradizo queremos leer esos latentes sinsabores de las pesadumbres que nunca pasan, tratamos de escrutar alma adentro buscando esa mina substancial que compense la balanza dubitativa de la vida, la carencia de su peso de sombra. En el gris de esas tardes sin recuerdo, las manos en las faltriqueras de la desilusión, camino entre la babel confusa de Madrid, rodeado por construcciones colosales y vanas que me salen al paso; se me antojan soberbios mausoleos de la vida; entre su concavidades tratamos con nuestra mentira histríonica de mitigar la liviandad de nuestro efímero vuelo y pretendemos buscar palabras que condensen este cardiopático pulso existencial. Sólo he encontrado cierto arropo, cierta coincidencia solidaria en mi desolación, en los versos de la Residencia en la Tierra, de Neruda. Sus versos me han empapado, han calado los tuétanos de mis inconsistentes certidumbres, y han arrancado largos acordes doloridos de guitarra y un destello de luna crispada ha penetrado en ese refugio inconfesable donde se agazapan las aguas dormidas de la corriente del destino y el sentido último del ser . Suenan en la noche las guitarras y los bandoneones que traen al corazón una melodia parisina de terquedad doliente. En la mañana, no he podido resistirlo; un taxi me ha llevado hasta la Casa de las Flores, en Argüelles. Del edificio que fue testigo de esos años decisivos, en cuyas paredes resonaron los ecos marinos y minerales de la poética nerudiana, solo quedan los recuerdos. Esa casa que recibió a tan irremplazables visitantes ya sólo habita en la memoria de los nostálgicos que quieran o puedan evocarla y que, acaso como yo, asolado por el pesumbroso paso de la vida, perdido en la cantina de una estación de tren cualquiera me anego en esas aguas infinitas y sombrías de la Residencia en la Tierra, y envuelto en su apasionado paisaje de devastaciones, dejo bañar mi cara por las lluvias incisivas y enfermas del mozón, mientras sigo mi camino, liviano de calzado y sin brújula precisa.
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