En estos días ha salido a la venta, patrocinado por la Real Academia Española, la Asociación de Academias de Lengua Española, junto a la Editorial alfaguara, y con motivo del cincuentenario de su publicación, una edición de la novela que dio a conocer a Mario Vargas Llosa en el mundo literario: La Ciudad y los Perros. La obra compartió junto a Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, los honores de configurar ese pelotazo editorial que significó el Boom. Si bien la divulgación de estas dos obras rompedoras respondíó a una calculada estrategia, que no se sabe bien por qué obtuvo frutos más feraces de los esperados, lo cierto es que ambos títulos sirvieron para establecer un puente entre nuestra literatura y la hispanoamericana, que por aquellos tiempos seguía siendo en gran parte desconocida. Hasta entonces nos eran familiares los nombres de Neruda, Miguel Ángel Asturias, y algunos de sus clásicos que venían recogidos en los manuales de literatura, como el Inca Garcilaso, Alonso de Ercilla o José Hernández, de obra mejor conocida que su autor. Pero gracias al Boom, protagonizado por Mario y Gabo, esas jóvenes promesas, ya entonces realidades de la literatura, afluyeron a nuestro conocimiento la gran pléyade de nombres, geniales algunos, que componían la extensa nómina de las letras hispanoamericanas. Se despertó una sed insaciable de conocer estas literaturas. La magia de los universos descubiertos en Mario y Gabo alentaba al lector a aventurarse por los intrincados paisajes de la America Latina. Pronto se nos hicieron también familiares los nombres de Borges, Mujica Lainez, Cortázar, Roberto Artl, Roa Bastos, Onetti, Lezama, Paz, Fuentes, Rulfo, y ese largo etcétera de nombres brillantes que nutren la literarura en lengua española desde la Patagonia hasta el desierto del Mojave.
De la ciudad y los perros conservo un recuerdo sesgado y algo ácido en lo que toca a su lectura. Creo que por aquel entonces residía temporalmente en Barcelona, en una primera juventud dispuesta a absorber esponjosamente todo aquello que pudiera estimular una imaginación arrebatada. Gratamente llamó mi atención de la novela, como en todo joven rebelde, el desparpajo de su lenjuaje, la innovación de su técnica narrativa( todavía no nos habíamos encarado con el Ulysses ni con el perfecto engranaje de la creación faulkneriana)y la pulsión agobiente de su atmósfera, que nos infiltraba en ese mundo entre excelso y zafio de esa remota américa constreñida. A través de sus páginas pude sopesar lo que podría significar escribir hoy, para una formación cimentada en una veneración de los clásicos, como Dostoyevsky, y cierta fruición hacia las novelas populares editadas por aquel entonces en editorial Bruguera. La Ciudad y los Perros supuso, en suma, mi toma de contacto y de conciencia con la nueva manera de hacer novelas, y se erigió como paradigma de aquello que para la timidez de un embrión de escritor indeciso convendría emular.
Lo cierto, en conclusión, es que la vivencia de aquel grupo de cadetes en la escuela militar de Leoncio Prado no acabó de fraguar en mi conciencia, sobre todo después de haberse uno sumergido en el mundo mítico y exótico, envuelto en la magia misteriosa de su tribulación, que nos ofreció Cien años de Soledad. Cabe decir que la secuela de La ciudad y los perros, impregnada en esa ética entre virtuosa y obscena del acontecer cuartelario, no paso a formar parte de ese bagaje que acompaña a todo caminante en su accidentada andadura y al que uno acude con cierta cíclica periodicidad, para refrescarse en esas fuentes bonancibles de la novelas nutrientes, llámese el Quijote, Los Miserables, Ana Karenina, La Montaña Mágica o Bomarzo. Su esencia no atravesó las membranas que aislan nuestras naturalezas, la intelectiva y la emocional, y su poso no nos dejó más allá de cierto regusto agridulce. Pero, en cualquier caso, no cabe desdeñarla, pues forma parte de ese basamento sobre el se fue levantando una de las obras más acabadas en lengua española de nuestra época, la de Mario Vargas LLosa, que dio títulos tan a tener en cuenta como Conversación en la Catedral, La Guerra del fin del Mundo, El Paraiso en la otra Esquina, la Fiesta del Chivo, La Orgia Perpétua, y ese larguísimo etcétera...
De la ciudad y los perros conservo un recuerdo sesgado y algo ácido en lo que toca a su lectura. Creo que por aquel entonces residía temporalmente en Barcelona, en una primera juventud dispuesta a absorber esponjosamente todo aquello que pudiera estimular una imaginación arrebatada. Gratamente llamó mi atención de la novela, como en todo joven rebelde, el desparpajo de su lenjuaje, la innovación de su técnica narrativa( todavía no nos habíamos encarado con el Ulysses ni con el perfecto engranaje de la creación faulkneriana)y la pulsión agobiente de su atmósfera, que nos infiltraba en ese mundo entre excelso y zafio de esa remota américa constreñida. A través de sus páginas pude sopesar lo que podría significar escribir hoy, para una formación cimentada en una veneración de los clásicos, como Dostoyevsky, y cierta fruición hacia las novelas populares editadas por aquel entonces en editorial Bruguera. La Ciudad y los Perros supuso, en suma, mi toma de contacto y de conciencia con la nueva manera de hacer novelas, y se erigió como paradigma de aquello que para la timidez de un embrión de escritor indeciso convendría emular.
Lo cierto, en conclusión, es que la vivencia de aquel grupo de cadetes en la escuela militar de Leoncio Prado no acabó de fraguar en mi conciencia, sobre todo después de haberse uno sumergido en el mundo mítico y exótico, envuelto en la magia misteriosa de su tribulación, que nos ofreció Cien años de Soledad. Cabe decir que la secuela de La ciudad y los perros, impregnada en esa ética entre virtuosa y obscena del acontecer cuartelario, no paso a formar parte de ese bagaje que acompaña a todo caminante en su accidentada andadura y al que uno acude con cierta cíclica periodicidad, para refrescarse en esas fuentes bonancibles de la novelas nutrientes, llámese el Quijote, Los Miserables, Ana Karenina, La Montaña Mágica o Bomarzo. Su esencia no atravesó las membranas que aislan nuestras naturalezas, la intelectiva y la emocional, y su poso no nos dejó más allá de cierto regusto agridulce. Pero, en cualquier caso, no cabe desdeñarla, pues forma parte de ese basamento sobre el se fue levantando una de las obras más acabadas en lengua española de nuestra época, la de Mario Vargas LLosa, que dio títulos tan a tener en cuenta como Conversación en la Catedral, La Guerra del fin del Mundo, El Paraiso en la otra Esquina, la Fiesta del Chivo, La Orgia Perpétua, y ese larguísimo etcétera...