SOBRE LA CIUDAD Y LOS PERROS

SOBRE LA CIUDAD Y LOS PERROS
En estos días ha salido a la venta, patrocinado por la Real Academia Española, la Asociación de Academias de Lengua Española, junto a la Editorial alfaguara, y con motivo del cincuentenario de su publicación, una edición de la novela que dio a conocer a Mario Vargas Llosa en el mundo literario: La Ciudad y los Perros. La obra compartió junto a Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, los honores de configurar ese pelotazo editorial que significó el Boom. Si bien la divulgación de estas dos obras rompedoras respondíó a una calculada estrategia, que no se sabe bien por qué obtuvo frutos más feraces de los esperados, lo cierto es que ambos títulos sirvieron para establecer un puente entre nuestra literatura y la hispanoamericana, que por aquellos tiempos seguía siendo en gran parte desconocida. Hasta entonces nos eran familiares los nombres de Neruda, Miguel Ángel Asturias, y algunos de sus clásicos que venían recogidos en los manuales de literatura, como el Inca Garcilaso, Alonso de Ercilla o José Hernández, de obra mejor conocida que su autor. Pero gracias al Boom, protagonizado por Mario y Gabo, esas jóvenes promesas, ya entonces realidades de la literatura, afluyeron a nuestro conocimiento la gran pléyade de nombres, geniales algunos, que componían la extensa nómina de las letras hispanoamericanas. Se despertó una sed insaciable de conocer estas literaturas. La magia de los universos descubiertos en Mario y Gabo alentaba al lector a aventurarse por los intrincados paisajes de la America Latina. Pronto se nos hicieron también familiares los nombres de Borges, Mujica Lainez, Cortázar, Roberto Artl, Roa Bastos, Onetti, Lezama, Paz, Fuentes, Rulfo, y ese largo etcétera de nombres brillantes que nutren la literarura en lengua española desde la Patagonia hasta el desierto del Mojave.

De la ciudad y los perros conservo un recuerdo sesgado y algo ácido en lo que toca a su lectura. Creo que por aquel entonces residía temporalmente en Barcelona, en una primera juventud dispuesta a absorber esponjosamente todo aquello que pudiera estimular una imaginación arrebatada. Gratamente llamó mi atención de la novela, como en todo joven rebelde, el desparpajo de su lenjuaje, la innovación de su técnica narrativa( todavía no nos habíamos encarado con el Ulysses ni con el perfecto engranaje de la creación faulkneriana)y la pulsión agobiente de su atmósfera, que nos infiltraba en ese mundo entre excelso y zafio de esa remota américa constreñida. A través de sus páginas pude sopesar lo que podría significar escribir hoy, para una formación cimentada en una veneración de los clásicos, como Dostoyevsky, y cierta fruición hacia las novelas populares editadas por aquel entonces en editorial Bruguera. La Ciudad y los Perros supuso, en suma, mi toma de contacto y de conciencia con la nueva manera de hacer novelas, y se erigió como paradigma de aquello que para la timidez de un embrión de escritor indeciso convendría emular.

Lo cierto, en conclusión, es que la vivencia de aquel grupo de cadetes en la escuela militar de Leoncio Prado no acabó de fraguar en mi conciencia, sobre todo después de haberse uno sumergido en el mundo mítico y exótico, envuelto en la magia misteriosa de su tribulación, que nos ofreció Cien años de Soledad. Cabe decir que la secuela de La ciudad y los perros, impregnada en esa ética entre virtuosa y obscena del acontecer cuartelario, no paso a formar parte de ese bagaje que acompaña a todo caminante en su accidentada andadura y al que uno acude con cierta cíclica periodicidad, para refrescarse en esas fuentes bonancibles de la novelas nutrientes, llámese el Quijote, Los Miserables, Ana Karenina, La Montaña Mágica o Bomarzo. Su esencia no atravesó las membranas que aislan nuestras naturalezas, la intelectiva y la emocional, y su poso no nos dejó más allá de cierto regusto agridulce. Pero, en cualquier caso, no cabe desdeñarla, pues forma parte de ese basamento sobre el se fue levantando una de las obras más acabadas en lengua española de nuestra época, la de Mario Vargas LLosa, que dio títulos tan a tener en cuenta como Conversación en la Catedral, La Guerra del fin del Mundo, El Paraiso en la otra Esquina, la Fiesta del Chivo, La Orgia Perpétua,  y ese larguísimo etcétera...

VENECIANAS XXXI : PER SAN POLO Y SANTA CROCE

VENECIANAS XXXI : PER SAN POLO Y SANTA CROCE
Conforme el viajero deja atrás el puente de Rialto comienza a descubrir la Venecia más ignota, alejada de esos trillados itenerarios por donde deambula el turismo masificado. Pues existen dos formas de aproximarse a la ciudad: una es la de ese turismo indiscriminado que manejan los tours operadores, cuya visita es flor de un día y en cuyos desplazamientos no rebasarán casi nunca la barrera del Gran Canal; la otra es la del vieajero que permanece en la ciudad hasta obtener de ella indicios válidos de en que consiste su vitalidad lisonjera, el secreto encanto que rezuman cada una de sus piedras. Porque a la horma de ese turista desubicado e indolente raramente se la tropezará por los senderos poco frecuentados de San Polo. Pues para decidir adentrarse en esa área inusual es necesario un motivo de peso, y éste sólo nos lo proporcionaran dos de las joyas más esplendorosas que se puenden encontrar en Venecia. Una es una iglesia extraordinaria, de nombre tan resonante como los muchos tesoros que esconde bajo su fábrica gótica de ladrillo. En grandiosidad es comparable a San Giovanni e Paolo, y quizá, en definitiva, ocupe un lugar preferente tras la basílica de San Marco.

Visitar la importante parroquia franciscana de Santa Maria Gloriosa dei Frari, más que recomendable, resulta imprescindible para quien desea conocer a fondo Venecia. Su vasta nave acoge un patrimonio inigualable. Baste admirar su altar, donde se levanta la pala ticianiesca de Santa Maria Asumpta, en ese milagro aéreo que trata de remontarnos en un impulso dinámico hasta el ámbito célico del Padre, que nos observa amoroso. Ninguna otra obra como ésta puede permanecer, por otra parte, mejor custodiada, pues a sus flancos se descubren los retablos inestimables de ese pintor modesto, Bartolomeo Vivarini, pero cuyo arte llena luminosidad la capilla Corner y la capilla Bernardo. Cuando nos apartamos del altar y las capillas, permaneciendo todavía la emoción en nuestro pecho, nos sorprende gratamente el magnífico coro, cuya factura no alcance quizá la aparatosidad de los coros españoles, pero es un ejemplo a tener en cuenta, pues participa de esa mesura italiana tan digna de encomiar.

 Una vez transpuesto el ámbito del coro, conforme avanzamos, y bajo la crucería gótica de sus naves, se levantan dos munumentos que sin duda impactarán  de forma admirable en el visitante: en el uno se conmemora al gran Tiziano, en una fastuosa arquitectura, nacida de sus discípulos y en la que se quiere honrar la excelencia del maestro; en la otra, bajo la alégorica sencillez de la pirámide como milenario elemento sepulcral, se nos recuerda al muy estimable escultor neoclásico Canova, que revitalizó el inimitable arte italiano tras Miguel Ángel y Bernini. Y es que a Santa Maria Gloriosa la honran cientos de pequeñas obras incomparables, como, por ejemplo, el retablo de Bellini en la sacristía, el incomparble altar de las reliquias de Francesco Penso, el monumento al dux Nicolò Tron o el insólito monumento ecuestre de Paolo Savelli en el crucero, junto a tantas preciosímas obras tan difílices de enumerar.

Una vez abandonamos la iglesia, en el campo que la circunda destaca majestuoso su campanile, uno de los más altos de Venecia. No nos queda más que ceñirnos a su muro y seguir hacia adelante, pues nada más rebasar su curva, cuyo perimetro trazan las fachadas vetustas de distintas escuelas, nos deslumbrará la elegante arquitectura de la Scuola de San Rocco, junto a la pequeña iglesia homónima que, para el que decida visitarla, deparará agradables sorpresas y nos convencerá de que en cualquier rincón de la ciudad puede uno tropezar con cosas tan inesperadas como valiosas. De la Scuola de San Rocco ya se sabe, se la considera la capilla Sixtina del Tintoretto; constituye uno de esos lugares de culto de Venecia, cuya visita es irrenunciable. La magia de sus salas hace concebir al visitante mientras las contempla que el reloj del tiempo derrama polvo de oro por su estrecho cuello en lugar de superflua arena.
Si continuamos más allá de la Scuola, presintiendo el cauce del río que la limita y el no muy lejano Gran Canal, penetraremos en el barrio contigüo de Santa Croce. Este es uno de los barrios más desconocidos de Venecia; en verdad, porque pocos son los focos de interés que concita. Por lo que he podido descubir durante mi merodeo ocioso por las zonas más inhóspitas, gran parte de barrio es de construción más bien reciente; denota que se han derribado extensas parcelas en él y erigido en su lugar nuevas constucciones que distan mucho de emular ese encantador estilo veneciano. Por lo general, lo que mejor conocemos de Santa Croce son los numerosos hoteles que asoman al Gran Canal frente al puente de los Scalzi y que animan esa frecuentada fondamenta que se extiende bajo la sombra majestuosa de San Simeone Pícolo, ese remake del Panteón romano  que preside la continua afluencia de viajeros que acuden a Venecia por vía terrestre, la cual continúa siendo la menos recomendable.

VENECIANAS XXX: LEONES DE VENECIA

Uno de los símbolos más evidentes de Venecia lo constituye, de forma que configura el emblema de su bandera, el Leon alado. Éste no es otro que la representación alegórica de San Marco, el patrón de la ciudad. Contando con este patrocinio, esta imagen simbólica nos acompañará durante nuestro recorrido por la urbe y nos tropezaremos con él en los rincones más insospechados.

Se sabe que la efigie más antigua de León que conserva Venecia la podemos hallar sobre una de las columnas que dan entrada a la piazzetta, formando pareja con esa otra coronada por San Teodoro, antiguo patrón de la ciudad, venciendo a un saurio. Ese león, por sus caracteríscas, se nos vuelve sospechoso, pues su iconografía parece corresponder a un extraño canon. Lejos del naturalismo a que se ciñe el gusto occidental, su extravagante anatomía, que despierta similitudes con una especie de drago, sitúan su procedencia lejos de Venecia, quizá en esos otrora lugares míticos que fueran Katai o Cipango, lo cual nos remonta a Marco Polo.

A Venecia se la reconoce también como la República del Leone, hasta tal punto esta figura que podríamos calificar totémica habría calado en la idiosincrasia de la laguna. Desde que fuera robado el cuerpo de san Marco en Alejandría, el simbólico León alado pasó a ser el icono que representara la virtud y el carácter de la república marinera. Quisieron ver los venecianos en la poderosa imagen del león los atributos que mejor definían a su independiente polis, temida entre las naciones. Pues durante un tiempo, durante su milenaria historia, la república del león se hizo temer a lo largo y ancho de las costas mediterráneas. Y en estos leones venecianos, diseminados por tantos lugares de la ciudad, podemos ver las muestras claras de su botín, en el que queda expresado este dominio de los mares. No queda más que observar, por ejemplo, la efigies leoninas que custodian el Arsenal. Esta vez, éstos no representan la imagen alada de san Marco; son leones bien anclados en la tierra. Se presume que unos provienen de Delos, la afamada isla que en su día fuera cabeza de la antigua liga ática; otros, de Morea, el viejo y moderno Peloponeso; todos, en fin, procedentes de esos territorios que por un tiempo fueran súbditos de la Gran Serenísima Dominante.

Como venimos diciendo, Leones, esos reyes entre los animales cuyas excelencias se arroga la República, los encontramos dispersos a lo largo del plano de la ciudad; se los halla sobre los dinteles de la puertas, coronando en recatadas proporciones las balaustradas, sirviendo de ornato en los puentes, en los blasones acaso de los viejos palacios o destacando sobre las puertas y cercas de los jardines. Lo descubrimos dorado sobre el frontis de la fastuosa basílica, contrastando con el lapislázuli de su cielo estrellado; sobresale allí donde san Marco redobla su patronazgo sobre cualquier entidad, sea civil o religiosa; en el área de la plaza lo encontramos también realzando la fachada de la torre del reloj, como un viejo rey de la sabana africana oteando la manada humana que se arracima a sus pies; son memorables los dos expuestos en el exterior del palacio Ducal, el de la puerta de la Carta  y ese otro situado sobre el gran balcón institucional, ante cuya majestad se inclina el dogo Loredan. En definitiva, esa figura legendaria del León de San Marco, alcanza hasta los lugares inimaginables donde Venecia plantó su bandera, desde Verona a Constantinopla, desde Creta a Dalmacia.

VENECIANAS XXIX: SESTIERE DI SAN MARCO

VENECIANAS XXIX: SESTIERE DI SAN MARCO
El barrio que se congrega en derredor de la célebre plaza es sin duda el más populoso de Venecia. Da cobijo a un elevado tanto por ciento del sector comercial veneciano, agrupado en torno a esa área conocida como las Mercerie, y su vasto contorno, desde Castello al puente de la Accademia, de San Marco hasta Rialto, encierra muchas de las maravillas más renombradas de la ciudad. Cuenta con esa plaza excepcional en el mundo, presidida por la fastuosa basílica de San Marco, la cual linda con la no menos destacada arquitectura civil del palacio Ducal. Completan este marco inigualable el espectacular campanile, que se vino abajo durante los albores del siglo veinte y que fue reconstruido donde era y como era, la biblioteca marciana, de cuya romanidad nos habla bien a las claras Sansovino, y la procuratorias, las viejas y las nuevas, que en la rítmica armonia de sus arcos ofrecen esa necesaria homegeniedad que requiere toda plaza, componiendo con la monotonía de sus elementos esa expresión calculada de conjunto. Realza, a su vez, este enclave extraordinario la torre de reloj, magnífico exponente de ese peculiar renacimiento veneciano, que junto a monumentos tan fundamentales como el  coetáneo puente de Rialto construyen la sin par identidad veneciana. El martilleo de los moros sobre la gran campana que la corona, forma parte de ese grupo de intrasferibles deleites que configuran el top ten de las sensualidades vénetas.

Para descubrir el barrio de San Marco es necesario dejarse enredar en la maraña de callejas, tortuosos fiumes y puentes que conforman su ovillado laberinto. Pero no hay que desesperar, en lo más impensado surgirá un campi donde escapar en su soleado espacio del agobio intrincado de nuestro errático itinerario.
Quizá desemboquemos en el campo Manin, donde a pocos metros eleva su fantastico caracol el palazzo Contarini del Bovolo, o acaso en el Fantin, junto al que erige su fachada ese emblemático templo del arte lírico. Si no hubiera sido en tantas ocasiones pasto de las llamas, La Fenice, esa ave que resurge una y otra vez del fuego consumidor, sería el testimonio vivo de una época irrepetible. Aunque fue construido cuando la República periclitaba, y fue simplemente el continuador de esa gran época de Venecia, donde sus memorables teatros como el Giovanni Grisostomo y el San Cassiano llevaron a esa ópera veneciana por excelencia, la barroca, hasta cotas jamás alcanzadas, en su accidentada historia cosechó estrenos memorables, entre los que se cuentan algunos de Verdi, así como veladas de éxito extremo, cuando su escanario cobijó las excelencias de la Callas o la Tebaldi,  además de otros sucesos de distinta índole, cruciales en el más temprano devenir de Venecia y del reino de Italia. Pues como dejó bien claro Visconti en su film Senso, en cuyos fotogramas perdura su nostálgico recuerdo, La Fenice era utilizado como marco de manifestaciones revolucionarias, ligadas a la independencia italiana.

Virvir San Marco es enfrentarse a un torbellino de sorpresas: extasiarse frente a la maravilla de San Zaccaria, al este; penetrar el tupido tejido de lo impredecible hasta desentrañar ese campo sosegado de Santa Maria Formosa, tan lleno de sugestivas evocaciones; o sentarse en un terraza de campo Santo Stefano, frente a un café fredo, y allí dejar morir los últimos dorados de la tarde mientras se saborea cualquier manual que no hable de Venecia, de sus monumentos, de sus pintores, de sus secretos...Mientras uno patea San Marco comprende que se adentra en el sueño de esa ciudad fascinante, y conforme se dilata el paseo pensará el viajero, ya mas familirizado con su entraña, que quedamente la ciudad le va contando al oído su secreto. Pero solo serán vagas percepciones, pues la verdadera esencia de ese sueño que es Venecia,  se halla sumergida en la laguna como los profundos pilones petrificados que la sostienen, cual un prodigio de flor varada en la superficie de una ensoñación que cautivó a un pueblo en mitad de su noche y creyó descifrar su destino en las estrellas que perlan el fulgido cendal  nocturno, pergeñando su misterioso enigma sobre las aguas dormidas en ese marasmo de la estación más dulce.

VENECIANAS XXVIII: LA VENECIA DE BYRON

VENECIANAS XXVIII: LA VENECIA DE BYRON
La Venecia que Byron encontró, en ese primer descubrimiento que nos describe en sus Peregrinaciones de Childe Harold, era ya la Venecia de la decadencia, cuando ya no existía como República independiente. Napoleón la había deshauciado con su empuje revolucionario, declarado adversario de todo régimen aristocratico, para ponerla más tarde sin contemplaciones, y muy paradojicamente, bajo la tutela austriaca, esa bota imperial a la que una Venecia humillada debía bruñirle las botas. Este pesaroso yugo perduró hasta que pudo sacudirselo con la independencia garibaldiana.

Cuando Byron llegó a Venecia, ya la llevaba en el corazón; había crecido en su bagaje imaginario con las lecturas de Shakespeare, de Schiller, de Ratcliff, etc; en su espíritu llevaba el germen de esa ciudad ideal.
Habia fenecido ese siglo dieciocho que la había distinguido como ciudad de los deleites, delumbrante con todos los oropeles y afeites que caracterizan a tantas sociedades corrompidas, a toda ciudad decadente. Era entonces una moderna Sibaris que llamaba a la puertas de su destrucción, perdida en el frenesí de sus concupiscencias. Como  la vieja ciudad, bebía el vino de su ignominia en el desenfreno de sus carnavales, en esas fiestas interminables que duraban días, donde se derrochaba y se transgredía toda norma ante la turbulencia de un futuro que se vislumbraba incierto, cuando no apocalíptico. Ya Venecia sobrevivía de los fastos de su pasado, de los ecos de su gloria deslumbrante que todavía perduraban. Su imperio comercial se había extinguido, su potencial naval desvanecido ante la pujanza de otras potencias marineras, para las que el Mediterráneo ya no era más que un pequeño lago, un teatro de operaciones de menor relevancia. Y como para olvidar, la vieja República se había replegado en sus viejas tradiciones, en su parafernalia, en esos mitificados ritos que paulatinamente iban perdiendo su significación aunque ganando en pompa y protocolo. Los goces que la adversa realidad no le ofrecia, los encontraba en los teatros y en las celebraciones, creando una paralela verdad ilusoria, en la cual buscaban cierto consuelo las nostalgias de su imperio desvanecido. Por entonces la escena, con sus graderios abarrotados, vibraba con las voces de los castratos más celebres; su música se llenaba con las celestes armonias de Vivaldi y los Marcellos, de Pollarolo o Hasse. La vieja República  presentaba la imagen del corrupto y afectado alfeñique que, al empuje de cualquier fuerza emergente y vigorosa, cedería sin resistencia la defensa de su baluarte y el vigor enclenque de su cetro se doblegaría. Había dejado de ser la gran Madama encumbrada en el apogeo de nubes y querubines, para transvertirse en la ajada figura del afectado y crápula decadente que malgasta sus horas en  ridotos y  hosterías.

La Venecia que Byron habitó era esa Venecia naufragada, pero que poco a poco iba regenerándose en la escuela de la necesidad y la penuria. Encontró en esos nobles destronados una figuras compatibles con él, jóven principe exiliado de la penumbrosa Albión. Pronto se convirtió en un ciudadano característico de la ciudad lagunar, donde, como los pilotes de madera petrificada en que se cimentan sus edificios, echó raíces. Esa ciudad inestable de fondo cenagoso, ¿no se caracterizaba acaso con cierta coincidencia con él mismo? Pues también él, con esa cojera congénita, presentaba una base inestable. Su desarraigo del mundo emparentaba con esa ciudad desgarrada del curso de la historia. Quizá creyó en la similitud de unos destinos encontrados, en una adversa voluntad compartida de agonía que pareció perseguirlo hasta su holocausto en Misolonghi.

La aurora extiende su gasa rosácea sobre la superficie plateada de la laguna veneciana, mientras el resplandor del crisol del astro apenas tinta con sus oros los incipientes cirros que jironan los cielos malvas de las mañana. Si se observa con detenimiento, entre las espumas que agitan la laguna se anuncia el chapoteo de un nadador solitaro. Su rítmica pugna con las aguas parece no fatigarlo ni su curso desviarse de un rumbo acaso ya prescrito. No tardará en salvar el bacino y penetrar el esplendoroso curso del Gran Canal. Allí los viejos palacios, la curiosidad de las inveteradas prosapias, contemplarán atónitos la proeza del extranjero. Se lo distinguirá, como nota curiosa, desde la escalinatas del la Salute, desde la loggia del Gritti, desde los ventanales del Dario, o desde las tantas galerias del Canal que descubre ese sol naciente, en las que se dejan entrever sigilosas bautas que no pueden ocultar la pintoresca sorpresa. Pero acaso sean todos vanos y  pálidos testigos, y la singular proeza no sólo fruto de la casualidad, cuando las colinas legendarias del Cuerno de Oro admiraron ya en fecha bien recordada los logros de este sportman inimitable. Y es que, como cada mañana de su paso en la ciudad de San Marco, lord Byron regresó a su feudo veneciano del palazzo Mocenigo, a través de la corriente bravía del bacino y el Canal, antes de sumergirse en esas aguas  no menos turbias o duras de su Manfredo o su Don Juan, mientras la ciudad despliega su magnífico decorado, la tentativa  de ese sueño del véneto que alguna vez semejó el sueño del ideal..

El EMPERADOR DEL NORTE

El EMPERADOR DEL NORTE
Ayer tuve oportunidad de contemplar nuevamente el film El Emperador del Norte, que dirigiera hace ya muchos años Robert Aldrich. He de decir que la película conserva toda su frescura y mantiene su vigor secuencia a secuencia, con un pulso que no decae en ningún momento de las dos horas aproximadas de metraje. Indudablemente es para mí uno de los mejores trabajos de este director, que cuenta en su filmografía con títulos tan exitosos como 12 del patíbulo o ¿Qué fue de Baby Jane?

En el Emperador del Norte se encuentra con un material lleno de posibilidades, rico en lecturas diferentes, que ofrece las mayores garantías a quien sepa manipularlo y hacer girar con tino sus vueltas de tuerca. El potencial alegórico del relato es tremendo, tanto que a veces se confunde con el recurso siempre infalibe y lleno de sugerancias de la parábola, haciendo que la cinta rebose de los más reveladores significados. Desconozco la lectura última que Aldrich da de lo narrado, pero estoy seguro que para cada expectador se abre un universo de expectativas y un camino siempre lúcido y aleccionador, en esa gran alegoria del "camino".

La relación fabulosa sobre esos mendigos que viajan de extranjis en los trenes, durante la epoca de la gran depresión americana, nos hace encararnos con una sociedad que ha llegado a sus límites, y se tropieza de frente con el paradigmático fastasma de sus fábulas. En ese mundo maltrecho que renace de entre los escombros y los vertederos  de basura se impone la ley despiadada de lo misérrimo, en una sociedad que se cercena a si misma para sacudirse sus propios parásitos, pero que pese a su estéril degradación tendra que encararse a su inalienable humanidad.

Memorables trabajos de Lee Marvin y Ernest Borgnine, figuras casi miticas de la historia del cine, que dan un clamoroso ejemplo de bien hacer. Se agradece la compenetración de Marvin con el personaje, alejado de su característico sicópata violento.

El mundo de los mendigos es un universo pletórico de posibilidades literarias, un cerrado escenario faulknerianio capaz de aportar la suficiente leña para avivar el fecundo fuego de la creación. Me aproximé a él en alguno de mis trabajos. De entre los borradores que no rompí, se encuentra mi relato Mendigos y algún otro. Pero es claro que ese fructifero universo encadenado de la mendicidad da fruto cuanto menos para escribir una novela o, en su defecto, un voluminoso libro de relatos.

VENECIANAS XXVII: PUENTES DE VENECIA

VENECIANAS XXVII: PUENTES DE VENECIA
Venecia es una ciudad articulada por puentes. No sabría precisar su cómputo exacto, pero se aproximan a los doscientos. Estan construidos con los más diversos materiales. Los hay de madera, como los de la Academia y el Arsenal,  o de obra realzada con mármoles como el de Rialto  y ese otro, igualmente emblemático, de los Suspiros; y a su vez existen los constituidos por elementos básicos de metal, como, ahora creo recordar, el del campo de Gettho Nuovo.

Los puentes ocupan un papel preponderante en la paisajística veneciana; una de las estampas más comunes es la del gondolero tratando de sortear el apretado ojo de un puente que le sale al paso. Lo hará, finalmente, con la desenvoltura de la costumbre, abriéndose paso su góndola con hiriente suavidad entre las turbias aguas de un angosto fiume.

La yuxtaposición de varios puentes a lo largo de un canal ofrecen a su vez una especial perspectiva en el pasiaje  de la ciudad; la imagen evocada nos transportará hasta un universo de sugerencias literarias cuando no oníricas. Este paisaje intrincadado, cuya abigarrada urbanística se puebla de resonancias orientales, nos hace por un momento entrever la policromía de la ciudades encantadas de las Mil y una noches, con sus ecos legendarios y sus destinos prendidos de las inesperadas probabilidades de la fantasía.

En venecia existen tres puentes fundamentales que destacan sobre los demás; los tres salvan de orilla a orilla el escollo del  Gran Canal. De los tres, el más importante es el de Rialto; su esbelta arquitectura participa de forma muy especial en la iconografía clave de la ciudad, y constituye junto a la plaza de San Marco uno de los núcleos fundamentales de la vida veneciana. Sabemos que su constructor fue Antonio Da Ponte, pero consta que a su concurso se presentaron proyectos de figuras tan eminentes como Miguel Ángel,Vignola o Sansovino. El puente de Rialto, un simbolo más del poderío de la República, congregaba a su alrededor el estamento financiero; allí se efectuaban todas las transacciones comerciales y navieras, y, en sus alrededores, se aglutinaba la colorista imagen de sus nutridos mercados. Nos lejos, en la Pescheria, el viajero puede obtener una buena muestra de la riqueza piscícola de la laguna y de  suculentos frutos de mar provenientes de puntos no muy distantes del Adriático.

El otro puente, el de los Scalzi, fue seguramente levantado para cubrir la necesidades de la ciudad de acceder lo más cómodamente posible al ferrovía. Una urgencia vital para los tiempos modernos(en épocas de gloria de la Républica la carencia del tren era su salvaguarda) que ha sido atendida estos años precedentes con la suma de ese otro puente tendido a su lado, obra del valenciano Calatrava y que cumple una misión primordialmente funcional. Y por último, nos resta el de la Academía, que se distingue de los otros dos porque fue construido con madera, y une dos barrios de la ciudad tan fundamentales como San Marco y Dorsoduro; por él se tiene acceso a las galerias de la Academia, a la iglesia de la Salute si se vira hacia a la izquierda  y al fenomenal paseo de le Zattere si no nos desviamos de la perpendicular del puente.

Los puentes de Venecia ofrecen una guarnición a la ciudad de la que carecen muchas de las urbes del mundo, al menos de forma tan abundante. Muchas son atrevesadas por ríos, pero pocas han hecho del puente un elemento tan pintoresco y genuino como lo es en Venecia. Pues en Venecia existen puentes que sirven de mercado, como el de Rialto; de evocación romántica, como el de los Suspiro; tendidos a la solidaridad, como el del Gettho, y , finalmente, puentes imposibles por los que no se accede a ninguna parte, o  a una fondamenta abandonada recorrida por un río silencioso o al desvencijado portalón de un palacio en ruina. Pero, seguramente, por poco que rebusquemos, encontraremos alguno por cuyos peldaños se acceda a ese sueño fecundo en cada vivencia, preñado de sugerentes y evocativas resonancias, y que nos remonte a ese territorio derrochador de inusuales sugestiones, que constituye el sueño de Venecia.