La Venecia que Byron encontró, en ese primer descubrimiento que nos describe en sus Peregrinaciones de Childe Harold, era ya la Venecia de la decadencia, cuando ya no existía como República independiente. Napoleón la había deshauciado con su empuje revolucionario, declarado adversario de todo régimen aristocratico, para ponerla más tarde sin contemplaciones, y muy paradojicamente, bajo la tutela austriaca, esa bota imperial a la que una Venecia humillada debía bruñirle las botas. Este pesaroso yugo perduró hasta que pudo sacudirselo con la independencia garibaldiana.
Cuando Byron llegó a Venecia, ya la llevaba en el corazón; había crecido en su bagaje imaginario con las lecturas de Shakespeare, de Schiller, de Ratcliff, etc; en su espíritu llevaba el germen de esa ciudad ideal.
Habia fenecido ese siglo dieciocho que la había distinguido como ciudad de los deleites, delumbrante con todos los oropeles y afeites que caracterizan a tantas sociedades corrompidas, a toda ciudad decadente. Era entonces una moderna Sibaris que llamaba a la puertas de su destrucción, perdida en el frenesí de sus concupiscencias. Como la vieja ciudad, bebía el vino de su ignominia en el desenfreno de sus carnavales, en esas fiestas interminables que duraban días, donde se derrochaba y se transgredía toda norma ante la turbulencia de un futuro que se vislumbraba incierto, cuando no apocalíptico. Ya Venecia sobrevivía de los fastos de su pasado, de los ecos de su gloria deslumbrante que todavía perduraban. Su imperio comercial se había extinguido, su potencial naval desvanecido ante la pujanza de otras potencias marineras, para las que el Mediterráneo ya no era más que un pequeño lago, un teatro de operaciones de menor relevancia. Y como para olvidar, la vieja República se había replegado en sus viejas tradiciones, en su parafernalia, en esos mitificados ritos que paulatinamente iban perdiendo su significación aunque ganando en pompa y protocolo. Los goces que la adversa realidad no le ofrecia, los encontraba en los teatros y en las celebraciones, creando una paralela verdad ilusoria, en la cual buscaban cierto consuelo las nostalgias de su imperio desvanecido. Por entonces la escena, con sus graderios abarrotados, vibraba con las voces de los castratos más celebres; su música se llenaba con las celestes armonias de Vivaldi y los Marcellos, de Pollarolo o Hasse. La vieja República presentaba la imagen del corrupto y afectado alfeñique que, al empuje de cualquier fuerza emergente y vigorosa, cedería sin resistencia la defensa de su baluarte y el vigor enclenque de su cetro se doblegaría. Había dejado de ser la gran Madama encumbrada en el apogeo de nubes y querubines, para transvertirse en la ajada figura del afectado y crápula decadente que malgasta sus horas en ridotos y hosterías.
La Venecia que Byron habitó era esa Venecia naufragada, pero que poco a poco iba regenerándose en la escuela de la necesidad y la penuria. Encontró en esos nobles destronados una figuras compatibles con él, jóven principe exiliado de la penumbrosa Albión. Pronto se convirtió en un ciudadano característico de la ciudad lagunar, donde, como los pilotes de madera petrificada en que se cimentan sus edificios, echó raíces. Esa ciudad inestable de fondo cenagoso, ¿no se caracterizaba acaso con cierta coincidencia con él mismo? Pues también él, con esa cojera congénita, presentaba una base inestable. Su desarraigo del mundo emparentaba con esa ciudad desgarrada del curso de la historia. Quizá creyó en la similitud de unos destinos encontrados, en una adversa voluntad compartida de agonía que pareció perseguirlo hasta su holocausto en Misolonghi.
La aurora extiende su gasa rosácea sobre la superficie plateada de la laguna veneciana, mientras el resplandor del crisol del astro apenas tinta con sus oros los incipientes cirros que jironan los cielos malvas de las mañana. Si se observa con detenimiento, entre las espumas que agitan la laguna se anuncia el chapoteo de un nadador solitaro. Su rítmica pugna con las aguas parece no fatigarlo ni su curso desviarse de un rumbo acaso ya prescrito. No tardará en salvar el bacino y penetrar el esplendoroso curso del Gran Canal. Allí los viejos palacios, la curiosidad de las inveteradas prosapias, contemplarán atónitos la proeza del extranjero. Se lo distinguirá, como nota curiosa, desde la escalinatas del la Salute, desde la loggia del Gritti, desde los ventanales del Dario, o desde las tantas galerias del Canal que descubre ese sol naciente, en las que se dejan entrever sigilosas bautas que no pueden ocultar la pintoresca sorpresa. Pero acaso sean todos vanos y pálidos testigos, y la singular proeza no sólo fruto de la casualidad, cuando las colinas legendarias del Cuerno de Oro admiraron ya en fecha bien recordada los logros de este sportman inimitable. Y es que, como cada mañana de su paso en la ciudad de San Marco, lord Byron regresó a su feudo veneciano del palazzo Mocenigo, a través de la corriente bravía del bacino y el Canal, antes de sumergirse en esas aguas no menos turbias o duras de su Manfredo o su Don Juan, mientras la ciudad despliega su magnífico decorado, la tentativa de ese sueño del véneto que alguna vez semejó el sueño del ideal..
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