ATARDECER EN EL PARQUE SAN FRANCISCO DE OVIEDO
El sol remite en su vigor con la indolencia dorada de sus rayos derramándose melifua entre las copas frondosas del arbolado. Entre los retales de espacio que despeja la tupida enramada, la luz nos revela una amorosa promesa, mientras la brisa que se filtra por esos resquicios es murmullo, como lo es el recoleto barbotar de las fuentes que refrescan la aridez estival con su frescura. Su eco parece recordarnos una arcaica leyenda canturreada por su pulso entrecortado, que fluye, alma de cristal, con rumor agitado y lejano, entre el estremecimiento de las hojas, inquietas por el flujo remansado del aire. La lejanía nos trae el zumbido de la ciudad, híbrido y transfondado, como de realidad desentrañada.
Inmersa entre resplandores y sombra, desde un pedestal, nos observa la estatua del Poverello de Asisi, toda modestia y serenidad. El canto de las aves, constante en ese bosque de ilusión, parece celebrar la dulce melodía de sus "florecillas". El santo se recoge reflexivo, como queriendo escuchar entre las tantísimas voces de la naturaleza, el mensaje solapado que viene de Dios.
Atardece, pues, en el "campo..." con el fatigado demorar del ardoroso verano, permitiéndonos la frescura boscosa recuperarnos en lánguido conforto. El tiempo se vierte como el manar tibio de la sangre. Surca el espacio un gorrión, cruje el esqueleto de la fronda; en mitad del silencio, infantiles gritos; de cuando en cuando el compás lento de unos pasos. El reloj de la torre, redundande, dominador, expande su melodioso carrillón por toda la vastedad del valle, donde el sol estremece los pastos y la ciudad se recuesta como un rebaño compacto.
Vuelve entre la vibración sutil de las hojas el orear de la brisa, que levemente sacude el estatismo del tiempo, el cual parece detenido en eternales aspiraciones y presiente el misterio de las sombras crepusculares. Desde aquel viejo momento a tu solaz, momento del recuerdo, campo de San Francisco, han transcurrido tantos años de ansias y fatigas, que no creí volverte a reencontrar hoy en la vida renovada de mis cuartillas y en el transporte placentero de mis sentidos. Pues fue ese un momento infinito que llenó todo un mundo, se tejió presente en la urdimbre de la memoria, y me anima a que yo acaso seguiré más allá y que tú, tiempo, tal vez, no fuiste vano. Para que ese episodio entrevisto y sensitivo de aquella mañana, donde el sol que, ese marzo gélido, redobló mi esperanza como el abrirse la flor de una primavera en ciernes, no perezca y se constituya como heraldo precursor de esos dorados campos prometidos de leche y miel, inefables verdes prados del Paraíso.
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