EL PRECIO DE LA POSTERIDAD

EL PRECIO DE LA POSTERIDAD
Todo creador aspira a ocupar un espacio en el memorial del recuerdo colectivo. Para el escritor, su máxima meta es ocupar un puesto en ese canon occidental, y  para el artista, la suya es escalar hasta la cima gloriosa del Parnaso, dominada por los Miguel Ángeles y Rafaeles. Porque para ellos estas inefables conquistas parecían hechas a la medida.

Los tiempos han cambiado mucho a día  de hoy, y tales excelsitudes son difíciles de vislumbrar en un panorama en el que la sociedad, como un ciego, parece tantear en el vacío, sin saber qué hay más allá.
Prueba de ello es que los iconos de hoy jamás pensaron en vida que alcanzarían ese galardón del reconocimiento histórico y que pasarían a formar parte del patrimonio de los hombres.  Miguel Ángel, Rafael ya fueron reconocidos en vida y gozaron del favor de los poderes de la tierra. Pero cuando todo ese mundo de grandilocuentes altisonancias fue asolado por la marejada de la historia y vio su fin ese mundo caballeresco y cortesano, nació, tras el vuelco revolucionario, un nuevo héroe desvaído, para el que la literatura y el arte se ha convertido en un asunto de andar por casa, que ya solo incumbe a su intimidad.

Dos claros ejemplos de esto fueron Paul Gauguin y Vincent Van Gogh. Su lucha fue un claro ejemplo de transcenderse en esa intimidad. Eran dos carácteres opuestos, que sin embargo corrieron suerte pareja. Ninguno de los dos fue reconocido en vida por una sociedad en la que ocupaban una posición de marginados. El uno religioso, que buscaba formar una monacal sociedad de artistas, y que acabó en la desolación de la locura; el otro pagano, que abandonó Europa en busca de un paraíso anterior al pecado que creyó encontrar en la Polinesia francesa, sobrellevando un destino no menos trágico, de soledad y aflicciones. Ambos fueron mártires de su arte, de esa belleza que había que buscar en lo más recóndito e ignorado del individuo y que acabo deborándolos a ellos mismos. Duro tributo a pagar para que un nombre, un arte perdure en los siglos.

VILLANCICO DE EPIFANIA

VILLANCICO DE EPIFANIA
Por el brillo de un lucero
por unos magos avistado,
por la proclama del cielo
a unos pastores reunidos
supo el orbe conocido
que la luz había llegado.

No era la luz baldía
del solar candelero
que la noche entenebrece,
sino un raudal duradero
que  en el andar de los días
en las sombras resplandece.

Fue en el sencillo pesebre
donde el niño encarnado
recibió la adoración
de pastores y de sabios;
el manso cordero de unos,
los presentes de los magos:
oro para el rey de reyes,
el incienso consagrado
y mirra para el Salvador
que a la Tierra ha liberado.

EL CANON OCCIDENTAL

EL CANON OCCIDENTAL
En estos días leo El canon occidental, de Harold Bloom. Para todo devoto de la literatura puede considerársele como un manual imprescindible, un top ten de los escritores elevados a categoría universal.
A mi parecer, la construcción de un canon se presenta como una tarea difícil, cuando no problemática. Pues salvo la inclusión en ese listado de esos nombres que todos reconocemos como indiscutibles, todos los demás entran de lleno en las variables del gusto. Bloom, para establecer su canon, plantea un decálogo de cualidades artísticas ampliamente reconocidas en ese infinito agón en busca de la belleza, cualidades que tal vez sean consideradas como determinantes por cierta élite de la crítica especializada, pero que se vuelven más difusas a ojos de los primordiales destinatarios de la obra literaria: el lector común.

Al confeccionar su lista, Bloom no puede obviar sus predilecciones, hijas de una cultura específica y también de unas limitadas latitudes, que él proyecta como universales. No es vano que en sus cánones persista un predominio de la literatura anglosajona. Quizá nadie discuta la particular dimensión de Shakespeare en la letras universales, pero no nos cabe duda de que ese papel primordial hubiera variado en la selección de un crítico procedente de otras culturas, no menos que en la de ese lector sencillo que goza de la libertad de discernir cuáles fueron esos escritores fundamentales para su vida.

Quizás para la ordenación correcta de un canon solo contemos con ese tamiz del paso de la edades, que ha consagrado, libres de degradación, esos nombres que todos conocemos; ya que conforme se va llegando a la contemporaneidad cuesta bastante más discernir quién de ellos salió más airoso de ese agón en pro del galardón de la belleza y del reconocimiento histórico. No discutimos los nombres que el crítico norteamericano incluye en sus canon, pero existen otros muchos con cualidades y méritos igualmente excelentes; y en cualquier caso, sobre gustos no hay nada escrito.