Todo creador aspira a ocupar un espacio en el memorial del recuerdo colectivo. Para el escritor, su máxima meta es ocupar un puesto en ese canon occidental, y para el artista, la suya es escalar hasta la cima gloriosa del Parnaso, dominada por los Miguel Ángeles y Rafaeles. Porque para ellos estas inefables conquistas parecían hechas a la medida.
Los tiempos han cambiado mucho a día de hoy, y tales excelsitudes son difíciles de vislumbrar en un panorama en el que la sociedad, como un ciego, parece tantear en el vacío, sin saber qué hay más allá.
Prueba de ello es que los iconos de hoy jamás pensaron en vida que alcanzarían ese galardón del reconocimiento histórico y que pasarían a formar parte del patrimonio de los hombres. Miguel Ángel, Rafael ya fueron reconocidos en vida y gozaron del favor de los poderes de la tierra. Pero cuando todo ese mundo de grandilocuentes altisonancias fue asolado por la marejada de la historia y vio su fin ese mundo caballeresco y cortesano, nació, tras el vuelco revolucionario, un nuevo héroe desvaído, para el que la literatura y el arte se ha convertido en un asunto de andar por casa, que ya solo incumbe a su intimidad.
Dos claros ejemplos de esto fueron Paul Gauguin y Vincent Van Gogh. Su lucha fue un claro ejemplo de transcenderse en esa intimidad. Eran dos carácteres opuestos, que sin embargo corrieron suerte pareja. Ninguno de los dos fue reconocido en vida por una sociedad en la que ocupaban una posición de marginados. El uno religioso, que buscaba formar una monacal sociedad de artistas, y que acabó en la desolación de la locura; el otro pagano, que abandonó Europa en busca de un paraíso anterior al pecado que creyó encontrar en la Polinesia francesa, sobrellevando un destino no menos trágico, de soledad y aflicciones. Ambos fueron mártires de su arte, de esa belleza que había que buscar en lo más recóndito e ignorado del individuo y que acabo deborándolos a ellos mismos. Duro tributo a pagar para que un nombre, un arte perdure en los siglos.
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