Italia ejerce sobre mí una fascinación de la que me resulta bien difícil sustraerme. De año en año tengo que hacer un gran esfuerzo para resistirme a su llamada, que renueva su eco en mi espíritu como un canto de sirena. Y es que renunciar a Italia es como dar carpetazo a la belleza. En Italia mi espíritu se vuelve liviano, jovial; arropada por su encanto, mi alma comprueba que la vida merece la pena ser vivida. Ésta se convierte en exaltación, no en quebranto; en afirmación y no en resignada desesperanza.
Italia me tienta. Una y otra vez planifico algún viaje que me ayude a reencontrarla. Me acucia la necesidad de recibir otra vez su inefable impacto. Quién puede resistir a la amalgama romana, tendida sobre sus siete colinas como un sueño de eternidad. Sus piedras vivas denuncian ese secreto que nunca pasa. Doliente el crepúsculo sobre la insinuada majestad del foro, parece revivir el gran sueño que una vez se alcanzó y que permanece. En Roma uno parece pertenecer a todos los tiempos, esos tiempos gloriosos que se adivinan reflejados en la aguas del Tíber.
De no existir Florencia, la soñaría. En ella obtuvo la belleza carta de ciudadanía; porque en ella sus hombres volvieron a ser unos con lo natural, esa obsesión del ideal clásico, reencontrando el legado de griegos y romanos. Se reconoció en Florencia un nuevo milagro ático; como con Pericles, bajo Lorenzo el magnífico nacieron impresionantes creaciones que resonarían por los siglos: iglesias relumbrantes de mármol, palacios modélicos que atendieron al canon vitrubiano, esculturas portentosas como no se habían visto desde tiempos de Fidias, la pintura adquirió una fecunda dimensión, abriendo los nuevos caminos de la belleza, en donde el hombre volvía a tener conciencia de sí mismo y de la naturaleza que le rodeaba. No es nada de extrañar que, ante su contemplación, un sensitivo Stendhal aquejara vértigos y palpitaciones.
¿Qué decir de Venecia? Ese pervivido escenario de lo que fue, o de lo que nos quisieron contar. Venecia es, en verdad, esa ciudad de dos caras, las de la apariencia y la de lo que verdaderamente es. No es un mundo real sino el resultado de un sueño, en el que uno gusta sumergirse porque hastiados de lo que somos no gustaría reconocernos en lo que pudiéramos ser. Cierto es que la Serenísima pudiera ser una extravagante fantasmagoría; pero ha sido ante San Marco uno de los pocos sitios donde he llorado.
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