Trabajaba de firme durante la semana. Su horizonte se reducía al perímetro de la fábrica donde estaba empleado y al trayecto en automovil que lo devolvía diariamente a casa. Las casa, aunque la tenía inscrita como suya en el registro de su propiedad, la habitaba como si no le perteneciera totalmente y solo usufructuaba de ella las horas de monotonía que precedían al regreso al trabajo. Mientras permanecía en casa dormía, transcurría unas horas sin contenido y que solo se justificaban como prolegómeno de su horario laboral. Su vida parecía carecer de meta; era una máquina de subsistencia. Lo único que llegaba a redimirlo un tanto del ciego túnel de sus días era la llegada del domingo, en cuyas sosegadas mañanas se acercaba a la estación para observar la partida de los trenes. En el vestíbulo contemplaba la idas y venidas de los pasajeros, el tráfico frenético de las maletas deslizándose sobre el piso encerado en dirección a los scaners donde eran radiografiadas.
En verdad, su único anhelo era partir, partir hacia algún lugar donde la vida no se tasase como vulgar mercancía, partir hacia lo inopinado, lo utópico. Soñaba con emprender ese viaje diferente que no fuera el drástico viaje sin retorno. Por eso gustaba pasear los andenes y adquirir en las ventanillas ese billete de tren que lo transportase por los raíles de lo posible hacia un destino llamado esperanza.
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