Soy hombre por temperamento apasionado; siempre prevaleció en mí la baza sentimental frente a la reflexión. De joven, me dejé llevar más allá de lo recomendable por buena parte de las asechanzas que acosan al ciudadano. Me fumé la tabacalera y me bebí una bodega, por no hablar de los descarríos en pos de las faldas. Abusé hasta comprometer la salud, bajó cuya señal de peligro hube de rectificar. Del mismo modo apasionado, me veo entregado hoy al mundo de los libros. ¿Puede también significar la lectura un vicio? Seguramente, empiece a serlo en cuanto nos reste dedicación a cuestiones fundamentales y necesarias de la vida y ocupe nuestro tiempo hurtándonos de lo perentorio y desoyendo las exigencias del deber.
Leer es siempre una actividad aconsejable por cuanto enriquece nuestro espíritu y ensancha nuestros horizontes, descubriéndonos el valor de la libertad y ofreciéndonos la identidad de una cultura. Porque como dijo el sabio griego- ¿acaso Sócrates?-, el hombre es su Paideia. Por tanto, yo no cejo en mi acercamiento diario al libro. Pero una cosa es ser lector, tarea que puede resultar licenciosa si le convierte a uno en devorador de cierta basura literaria que circula por ahí, y otra es ser coleccionista de libros, léase libros de anticuario, primeras ediciones, libros raros, coleccionismo sentimental o nostálgico, y todas las facetas que concurren en dedicación semejante. En ella se puede padecer la tiranía de alguno de los pecados capitales.
Siguiendo los pasos de esta digámosle afición, esta tarde me he acercado a una librería en busca de ese libro que, como al adicto al estupefaciente, estimule nuestro abotargado sentido de la vida. Porque andamos como alicaídos, faltos de voluntad y de alientos para encarar la adversidad que diariamente nos acecha. Han sido varios los títulos que han estimulado la pituitaria intelectual, en primer lugar un libro de Ionesco editado por Losada, que he desechado porque al abrirlo en algunas de sus páginas, el instinto me ha revelado que aquello era teatro para saborearlo en vivo, sin nada que ver con Divinas Palabras o las Comedias Bárbaras. Otro libro de Comedias ha despertado luego mi interés; esta vez de Tirso, en una vieja edición de Bregua, que tampoco me he decidido a adquirir. Finalmente, ha caído en mis manos una versión en dos volúmenes de Robinsón Crusoe. No es que tenga especial interés en releer la novela de Defoe; lo que tenía de curioso la edición es que estaba traducida por Julio Cortázar. ¿Por qué Cortázar, reconocido por sus veleidades seudo marxistas, recaló en un libro icónico del liberalismo occidental? No estaría de más leerlo, quizá descubramos la solución de esta latente paradoja. ¿Quiso acaso Cortázar recriminarnos en nuestras aspiraciones pequeño burguesas? El libro ya está en mi biblioteca, porque acaso en él se encuentre la clave del interrogante que nos propone un reciente ensayo que descubro en otro estante de más allá, con el título de: ¿Por qué manda occidente? Seguramente, porque practicó la constancia que desarrolla Robinson en su isla solitaria.
Ha salido un nuevo ensayo sobre Nietzsche, a modo de biografía. Para quienes hemos sido lectores del filósofo, leído y releído su Ecce hommo, creemos que poco queda de su intimidad que se nos escape. Nietzsche es un filosofo que fascina, aunque no se comulgue con sus ideas. Debe de tratarse de una cuestión de estilo. La agresividad de su pensamiento seduce a quien es joven; al maduro le complace leerlo cómodamente repantigado en el sillón, satisfecho de no haberse extraviado en la senda de Dionisos. Porque la embriaguez de lo Uno primordial semeja mucho al Asturias patria querida y la desagradable posterior resaca.
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