Sigo en las redes la excelencia de algunas bibliotecas personales: La de Luis A. de Cuenca, la de Gabriel Albiac, la de Sánchez Dragó, la de Juan Villoro, la de Pedro Cuartango. Llega un momento que la afición a los libros se vuelve obsesión. Tal circunstancia llega de pronto, cuando el libro empieza a significar un elemento importante de tu vida. En muchos casos el libro en principio es un medio de adquirir conocimientos, una herramienta útil con la que poder promocionarse, algo necesario para engrandecer el intelecto y del cual valerse luego para ampliar el currículo con vistas al éxito social.
Confieso, sin embargo, que el acercamiento a los libros fue, por mi parte, sincero y leal, pues siguiendo a los gurus de la época yo ya había dinamitado mi futuro, abrazando el espejismo antisistema. Mi acercamiento, pues, a la lectura surgió de la inocencia, elegí los libros como compañía de mi soledad, como paliativo a la cultura establecida a la que había renunciado.
Tal bisoñez no rebasó la criba del servicio militar, por la que fui destruido. Lo único que me salvaba allí era el apego al libro. Por lo demás, se encargaron de finiquitar mi cándida adolescencia. Una imagen me ha quedado: me recuerdo en el cuerpo de guardia, leyendo Un mundo feliz, de Huxley, mientras el sargento me observaba con mirada displicente o desdeñosa. Él había puesto su servidumbre en el rigor militar, yo en la fuerza transformadora de las palabras. Ambos éramos reos de nuestras limitaciones. Los libros han sido bálsamo para el dolor de la existencia. Nunca jamás he vuelto a disparar una granada de fusil. No sabría decir si las letras son ocupación de maricas y las armas de hombres virtuosos, ni por cuál de los caminos se accede a la plena libertad.
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