Uno de los atractivos de Venecia lo constituyen, sin la menor duda, sus numerosas basílicas e iglesias. Las hay de diferentes magnitudes y estilos. Partiendo de ese florecimiento románico que encontramos en los ejemplos insulares de Santa Maria Asumpta de Torcello o Santa Maria e Donato de Murano, concluimos en el lacio neoclásico de templos menores como la Magdalena o San Barnaba, ubicados en zonas periféricas e inhabituales. Una gran mayoría se muestran al visitante durante el paseo improvisado. Algunas otras, requieren del trámite del vaporetto para llegar a ellas, como es el caso de San Giorgio Maggiore, Il Redentore o San Michelle in Isola. Unas pocas radican en barrios escasamente frecuentados, como ocurre con San Pietro de Castello o San Francesco de la Vigna, dispersas en el entramado de una barriada donde, por regla general, sólo se suele tropezar al visitante esporádico. Todas, sin embargo, retienen algún especial atractivo.
Tres de ellas, emblemáticas de la ciudad, forman triángulo, no sé si casual o pretendido, en la superficie del Bacino: San Marco, la Salute y San Giorgio. Cada una de las cuales asume alguno de esos diferentes estilos que definen la fisonómica de la ciudad. En San Marco queda resumida la idiosincrasia de esa república marinera que tenía puesta la mirada en el oriente. Lo bizantino es tan consustancial a Venecia como el románico o el gótico. Bajo la pruralidad de las cúpulas de la basílica, se tiende ese balcón sobre el Adriático donde se soñó la ramificación de un vasto imperio. En connivencia primero con los césares de oriente y en pugna encarnizada, más tarde, con la nueva potencia surgida de las cenizas de Constantinopla, Venecia proyectó su singladura. Con el sultán, se prolongó un continuo juego entre el gato y el ratón que no concluyó hasta que la victoria de Lepanto estableció un mapa problemático de inestables influencias, que fue recortándose paulatinamente y que culminó con la extinción de la República bajo el arbitrio de Napoleón.
Esas grandes basílicas configuraron la destacada trayectoria de la pequeña República entre las naciones. En Palladio, encuentra uno de los intérpretes idóneos de sus aspiraciones, que supo definir de forma luminosa e integradora la nueva sacralidad de un característico renacimiento, como en Longhena distingue el catalizador de un barroco escenográfico y culminante.
Este devocional itinerario sacro se elucida como un revelador peregrinaje. En él descubrimos uno de los aspectos más comunes de la arquitectura religiosa veneciana: su sincretismo. Si sobre la fisonomía de la ciudad se despliega esa amalgama de estilos que configura su identidad insólita, en alguno de sus monumentos es a su vez observable una superposición estilística coincidente con sus períodos de edificación. Uno de estos paradigmas lo encontramos, por ejemplo, en San Giacomo dell ´Orio. Como en casi todos los templos de la ciudad, su fábrica recurre a la adaptabilidad y fácil provisión del ladrillo. La ausencia de canteras próximas debió condicionar la elección de materiales. Su primitivo estilo románico, deudor del desarrollado en Torcello, va remozándose y remodelándose durante los siglos subsiguientes, en una actividad edilicia que seguramente dependía de las donaciones. Presenta caracteres bizantinos en su campanile y adopta la expresión del gótico en las arcadas que sostienen y delimitan sus naves. Sus capillas, resueltas con las más heterógeneas propuestas de retablo, ya pictórico o escultórico, invitan al recogimiento. La luz escasea como es común a los templos románicos, pero el visitante logra discernir el rico patrimonio que le cincunda. No deja de sugestionar, entre los muchos ornamentos, el misterio de la procedencia de esa columna de veteado marmol verde que Ruskin menciona en sus Piedras de Venecia. También sorprende la reducida pero selecta nómina de maestros de la pintura que revisten la vetustez de sus muros, glorifican sus altares y decoran su sacristía. En ella destaca ese maravilloso ciclo de Palma el Giovanne, a modo de sugestiva pequeña Sixtina. En la atmófera penumbrosa de sus naves, en suma, uno alcanza a reconocer a esa Venecia más íntima, apartada de los recurrentes clisés.
Como contrapunto para este sucinto recorrido cabe entrar, si lo permite el horario, en una iglesia infrecuente, para nada ligada al glorioso pasado de la Serenísima: la iglesia Evangélica Valdese. Allí, uno puede resarcirse del trepidante agobio pasional que despierta la ciudad, del torbellino de sus imágenes infinitas, y disfrutar en el sosiego de sus bancos, atendiendo los solemnes compases del armonio, del sobrio mensaje de la espiritualidad nórdica bajo el dulce acento de la lengua de Dante.
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