Cuando uno navega por el mar Egeo inicia esa epopeya que el poeta ciego, ese Homero de incierta identidad, fraguó con lucidez incomparable. Es ese mar escenario de los dos magnos poemas que introdujeron a los griegos en el relato imperecedero de la historia, y dió a sus pueblos esa fisonamía capaz de fascinar y aun transformar las demás culturas. Fueron los griegos, en suma, esa koiné que tanto supo indagar su intimidad como su lontananza, y conquistándose a sí misma, en el espejo de su filosofía y su paideia, supo conquistar el mundo con el sueño de su libertad. Sócrates fue el genio de la primera, Alejandro el artífice de la entelequia.
Tierra de luz, tierra de azul. A sus orillas, donde fenece el coral con su ilusoria mortaja de espuma, la espada del sol hiere la blancura nítida de las casas, sobre las que azulea una breve cúpula y cuyas fachadas enfrentan las caricias de los céfiros y la tentación de sus lejanías, queriendo embeber en el espejo de sus darsenas el movimiento infinito y su misterio submarino. Alli nacen los peligros y los frutos, también sus mitos: la belleza en plenitud de Afrodita, la seductora de Nausicaa o de Calypso, que aguardan entre las frondas lo que la marea legendaria arroja a sus playas. No pudo ni aun el náufrago de Troya, el astuto Odiseo, dejar de sucumbir a sus encantos después de harber burlado las cautelas del taimado Polifemo. Quizá tal fue la venganza de los dioses por haber concebido el ardid del caballo. Tantas playas después, tantas arenas hollaron sus plantas, tantos trabajos pendientes como los de un Hércules renacido hubo de superar, que a su regreso, tras tan arduo bagaje de vicisitudes, casi no recordaba como era Itaca. Pese a la lealtad entrañada de su perro, temía que los suyos y los pretendientes de su reino le reconocieran; por eso recurrió al disfraz y a su refinada astucia para recobrar su patrimonio. Todos conocemos el feliz final de la historia: recuperó la potestad, libró a su mujer Penélope de la fatalidad de su dilatorio tejer y renovó el afecto de su hijo, Telémaco.
Por mi parte, también añoraría navegar esas aguas ancestrales a la luz de esa visión incomparable de las leyendas que verificó Scheliemann. Surcar su superficie al empuje del bogar del remo de los versos homéricos, al encuentro de esa Troya que persiste en la memoria mediterránea de nuestros sueños, y en el fragor heróico de la mística batalla, ganar el glorioso logro de la inmortalidad.
Ojalá no sea todo un sueño de verano, un crucero insólito de azules plenitudes, entre el tibio rumor de la brisa y notas dispersas, reveladoras, de sirtaki.
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