NOS CONSOLAMOS CON NUESTRO ORGULLO DE POETAS: PERO, ¿EL POEMA ES ALGO MÁS QUE PALABRAS QUE SE LLEVA EL VIENTO?
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marzo 2013
JESÚS EN EL CINE
Conforme nos adentramos en la Semana Santa, las cadenas de televisión tratan de ganar audiencia incluyendo en su programación alguno de los films que, en torno a la figura de Jesus de Nazaret, ha creado el séptimo arte. Como no estoy muy fuerte en estadistica, no sabría puntualizar el número exacto de producciones que de un modo u otro se acercan a la figura del Señor. Pero en la memoria de todos se encuentran aquellas que, por razones evidentes, han venido a formar parte de nuestro patrimonio cinematrográfico. Decir cuál de ellas es la mejor, resulta tan aventurado como improcedente. Cada una responde a una etapa distinta, tanto del cine como de nuestras vidas, de nuestra historia, y en conjunto su critica no debe obviar fundamentos tan decisivos como puedan significar el marco historico, la realidad socio política e ideológica, la religiosidad o el gusto; dejando prudentemente a un lado su éxito comercial, aunque no deja de ser un factor a tener en cuenta.
Creo haber visionado aquellas que han pasado a engrosar nuestro atropellado acervo en estos albores indecisos del siglo ventiuno. Unos cuantos han sido los valientes productores y directores que se han atrevido a abordar el tema, con resultados más bien dispares, como conviene a cualquier interpretación que no puede dejar de ser subjetiva. Por tanto, deberemos valorar cualquier excelencia siempre desde un punto de vista relativo, según el buen saber y entender de cada espectador, y sin dejar nunca de lado el grado de compromiso de cada creador.
A mi juicio, se han filmado muchas grandes películas sobre el particular, pero nunca la definitiva. Tal vez esto sea una suerte, pues de algún modo permite que se siga recreando una y otra vez esa gran historia, esa historia inagotable. A mi entender, el único modo verosímil de acercarse a este argumento, es a través de los evangelios. Quienes se han ajustado a ello, encontrarán sus resultados más justificados, más auténticos, con una encarnadura que parece transpasar la pantalla.
Pero en ésta, como en cualquier otra historia bien narrada, los resultados responden, cómo no, a dos factores fundamentales: contenido y forma. Forma que, en concreto, nos viene dada por una larga tradición artística, a través de cuya imagineria ha penetrado nuestras conciencias y da credibilidad a los fotogramas que nos propone el cine. Valiéndose de estéticas innovadoras abrodaron el asunto Pasolini y Stevens, en El Evangelio según san Mateo y La historia más grande jamás contada, con unos resultados ambiguos, que rezuman cierta frialdad, incapaces de romper las dimensiones de la pantalla y transmitir el mensaje hasta el corazón del espectador. Cuestión que en mayor medida consiguió solventar Mel Gibson, quien desde el impacto brutal de la violencia, conmueve los cimientos de nuestra indeferencia, obligándonos a encararnos con nosotros mismos. Ciñéndose al relato biblico, a través de los ojos de esa monja visionaria, nos comunica el mensaje capital del hombre-dios, que con su sangre nos devuelve el regalo de nuestra redención, por cuyas llagas seremos sanados y en cuyo nombre encontraremos la paz que pueda consolar definitivamente nuestros corazones. La versión manierista de Zefirelli y la muy discutible de Ray improntan una huella bastante menor, si bien todo lo relacionado con Jesucristo nunca es deshechable, ya que casi siempre suele albergar el embrión de una promesa.
Creo haber visionado aquellas que han pasado a engrosar nuestro atropellado acervo en estos albores indecisos del siglo ventiuno. Unos cuantos han sido los valientes productores y directores que se han atrevido a abordar el tema, con resultados más bien dispares, como conviene a cualquier interpretación que no puede dejar de ser subjetiva. Por tanto, deberemos valorar cualquier excelencia siempre desde un punto de vista relativo, según el buen saber y entender de cada espectador, y sin dejar nunca de lado el grado de compromiso de cada creador.
A mi juicio, se han filmado muchas grandes películas sobre el particular, pero nunca la definitiva. Tal vez esto sea una suerte, pues de algún modo permite que se siga recreando una y otra vez esa gran historia, esa historia inagotable. A mi entender, el único modo verosímil de acercarse a este argumento, es a través de los evangelios. Quienes se han ajustado a ello, encontrarán sus resultados más justificados, más auténticos, con una encarnadura que parece transpasar la pantalla.
Pero en ésta, como en cualquier otra historia bien narrada, los resultados responden, cómo no, a dos factores fundamentales: contenido y forma. Forma que, en concreto, nos viene dada por una larga tradición artística, a través de cuya imagineria ha penetrado nuestras conciencias y da credibilidad a los fotogramas que nos propone el cine. Valiéndose de estéticas innovadoras abrodaron el asunto Pasolini y Stevens, en El Evangelio según san Mateo y La historia más grande jamás contada, con unos resultados ambiguos, que rezuman cierta frialdad, incapaces de romper las dimensiones de la pantalla y transmitir el mensaje hasta el corazón del espectador. Cuestión que en mayor medida consiguió solventar Mel Gibson, quien desde el impacto brutal de la violencia, conmueve los cimientos de nuestra indeferencia, obligándonos a encararnos con nosotros mismos. Ciñéndose al relato biblico, a través de los ojos de esa monja visionaria, nos comunica el mensaje capital del hombre-dios, que con su sangre nos devuelve el regalo de nuestra redención, por cuyas llagas seremos sanados y en cuyo nombre encontraremos la paz que pueda consolar definitivamente nuestros corazones. La versión manierista de Zefirelli y la muy discutible de Ray improntan una huella bastante menor, si bien todo lo relacionado con Jesucristo nunca es deshechable, ya que casi siempre suele albergar el embrión de una promesa.
VENECIANAS XXXV: DIGRESIONES
Venecia, esa cortesana madura que conoce por el peso de la experiencia el hábito de cómo seducir, suele susurrar quedo, con insinuante, intencionada, sensualidad sobre el gotear de nuestras entelequias, para abrir como un abrelatas la matriz de nuestro corazón, la voluntad agazapada de nuestros deseos más contritos. Penetra lentamente su canto de sirena varada, que sabe de sus memoriales marineros como del protocólo cortesano. Bajo el tul de su vestido insinuará la silueta de un pie, acaso el torneado grácil de un tobillo embellecido por el fulgurar plateado de una ajorca, un pie aún no manumitido de una esclava oriental.
Venecia se agazapa en sus recodos, donde se intuye la magnitud de lo soñado; en el fluir de las aguas mansas, tanto que parecen inmóviles, se reviste de esa paciencia que la hace perdurar siglos, entre aliento de infinito. Una góndola va...de perfil grave, patético, con analogía de ataúd, con su negritud de espanto. Una góndola va...repite la voz estremecida, evocadora, de Aznavour, y Venecia se difumina con desfallecimiento crepuscular, haciéndose incierta entre las brumas de la tarde, entre las nieblas de la amanecida que cubren el despertar de la laguna con un velo rosáceo y encubridor. Desde su fondo de acuarela surge la arista esbozada de un campanile, el lamento de un pájaro, el chapoteo de alguna falúa rasgasdo el silencio gelatinoso del agua, como hablando de una serenidad aún por despertar.
Venecia se cristaliza en sus simetrías, en la armonia de sus órdenes, en su arquitectura densa. Avanza como ese buque de los siglos abriendo los surcos sobre el vientre inconsutil de la laguna de las eras, de los aconteceres; taladra el sentido de las cosas, la pluralidad del tiempo, envejece, pero con una decrepitud de la que pueden aún brotar juventudes, la plenitud del arrebol sobre la esperanza del cielo conturbado por el presagio de lo que puede dar de sí el milagro. Venecia...¡Tán! ¡Tán! suena una campana de aldabonazo profundo, en el que se resume el lento sueño de los períodos, ese tejido de la memoria que la convirtió en la ciudad de leyenda encandilante, discordando de la uniformidad de los muchos pueblos, confundida entre las palabras sin redención de la historia.
Venecia se agazapa en sus recodos, donde se intuye la magnitud de lo soñado; en el fluir de las aguas mansas, tanto que parecen inmóviles, se reviste de esa paciencia que la hace perdurar siglos, entre aliento de infinito. Una góndola va...de perfil grave, patético, con analogía de ataúd, con su negritud de espanto. Una góndola va...repite la voz estremecida, evocadora, de Aznavour, y Venecia se difumina con desfallecimiento crepuscular, haciéndose incierta entre las brumas de la tarde, entre las nieblas de la amanecida que cubren el despertar de la laguna con un velo rosáceo y encubridor. Desde su fondo de acuarela surge la arista esbozada de un campanile, el lamento de un pájaro, el chapoteo de alguna falúa rasgasdo el silencio gelatinoso del agua, como hablando de una serenidad aún por despertar.
Venecia se cristaliza en sus simetrías, en la armonia de sus órdenes, en su arquitectura densa. Avanza como ese buque de los siglos abriendo los surcos sobre el vientre inconsutil de la laguna de las eras, de los aconteceres; taladra el sentido de las cosas, la pluralidad del tiempo, envejece, pero con una decrepitud de la que pueden aún brotar juventudes, la plenitud del arrebol sobre la esperanza del cielo conturbado por el presagio de lo que puede dar de sí el milagro. Venecia...¡Tán! ¡Tán! suena una campana de aldabonazo profundo, en el que se resume el lento sueño de los períodos, ese tejido de la memoria que la convirtió en la ciudad de leyenda encandilante, discordando de la uniformidad de los muchos pueblos, confundida entre las palabras sin redención de la historia.
LA PRINCESA DE ÉBOLI
La princesa de Éboli despierta nuestra más viva curiosidad por algo más que su parche en el ojo, detalle que solapa y disimula una de sus dolientes lacras y al tiempo apunta los sinuosos matices de una Lady de Winter española. La dificultad de delimitar su ascendiente en los aledaños de la corte española explican esa situación, y hasta que tales contornos no sean deliniados, su personalidad permanecerá indecisa en el misterio.
Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli por sus nupcias con Ruy Gómez da Silva, duquesa de Pastrana, hija del conde de Mélito, antiguo virrey del Perú, debió de ser una mujer de notorio carácter y atractivo. Casada con el portugués Ruy Gómez, quizá el consejero más allegado al rey Felipe II, estuvo tanto por tal parentesco como por su condición de grande de España ligada a las vicisitudes y intrigas de la corte. Y envuelta en la indefinición de esas soterradas maniobras cortesanas la conocemos. Su intimidad con el gran consejero filipino la llevaría a estar familiarizada con las graves decisiones del reino, y bien puesta al día de sus políticas. Cualquier otra mujer se hubiera conformado al discreto papel que corresponde a una consorte, pero Ana de Mendoza es indudable que buscaba un grado de mayor protagonismo en la historia. Y si no lo encontró como lúcida consejera del consejero, el moderado Ruy Gómez, lo hizo tal vez como presunta amante del secretario de más sórdido renombre en la historia española, Antonio Pérez. Si atendemos a este caso, constataremos que no es nuevo de hoy que nuestra política se encuentre encenagada. Con Antonio Pérez y la princesa de Éboli no encaramos con el más sórdido asunto que emponzoñó la política española durante el reinado de Felipe II, el período hegemónico de España por excelencia. Este es el caso del asesinato de Escobedo. Escobedo fue ministro de finanzas con Felipe, y en el momento de su muerte actuaba como enviado de don Juan de Austria, para tratar de los delicados asuntos de Flandes frente al rey. Estaba en juego el futuro de los Paises Bajos. Durante las pesquisas judiciales para esclarecer los hechos criminales, se inculpó como instigadores a Antonio Perez y a la princesa de Éboli. Pero el asunto trajo aún más cola, pese a la fuga de Pérez al extranjero y a la reclusión de la de Éboli en su feudo de Pastrana, pues las diligencias posteriores fueron silenciadas y encubiertas aduciendo la "razón de estado", con el agravante de que hecho tan luctuoso no fue nunca debidamente aclarado. ¿Estuvo alguna vez esta "razón de estado" tan próxima a lo delictivo? ¿Fue consecuencia el castigo que envió Dios con la derrota de la Invencible? En cualquier caso supuso un punto de inflexión, del que partió la creciente depauperación de España, mientras su rey contrito purgaba sus cuitas entre las severos muros de El Escorial.
Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli por sus nupcias con Ruy Gómez da Silva, duquesa de Pastrana, hija del conde de Mélito, antiguo virrey del Perú, debió de ser una mujer de notorio carácter y atractivo. Casada con el portugués Ruy Gómez, quizá el consejero más allegado al rey Felipe II, estuvo tanto por tal parentesco como por su condición de grande de España ligada a las vicisitudes y intrigas de la corte. Y envuelta en la indefinición de esas soterradas maniobras cortesanas la conocemos. Su intimidad con el gran consejero filipino la llevaría a estar familiarizada con las graves decisiones del reino, y bien puesta al día de sus políticas. Cualquier otra mujer se hubiera conformado al discreto papel que corresponde a una consorte, pero Ana de Mendoza es indudable que buscaba un grado de mayor protagonismo en la historia. Y si no lo encontró como lúcida consejera del consejero, el moderado Ruy Gómez, lo hizo tal vez como presunta amante del secretario de más sórdido renombre en la historia española, Antonio Pérez. Si atendemos a este caso, constataremos que no es nuevo de hoy que nuestra política se encuentre encenagada. Con Antonio Pérez y la princesa de Éboli no encaramos con el más sórdido asunto que emponzoñó la política española durante el reinado de Felipe II, el período hegemónico de España por excelencia. Este es el caso del asesinato de Escobedo. Escobedo fue ministro de finanzas con Felipe, y en el momento de su muerte actuaba como enviado de don Juan de Austria, para tratar de los delicados asuntos de Flandes frente al rey. Estaba en juego el futuro de los Paises Bajos. Durante las pesquisas judiciales para esclarecer los hechos criminales, se inculpó como instigadores a Antonio Perez y a la princesa de Éboli. Pero el asunto trajo aún más cola, pese a la fuga de Pérez al extranjero y a la reclusión de la de Éboli en su feudo de Pastrana, pues las diligencias posteriores fueron silenciadas y encubiertas aduciendo la "razón de estado", con el agravante de que hecho tan luctuoso no fue nunca debidamente aclarado. ¿Estuvo alguna vez esta "razón de estado" tan próxima a lo delictivo? ¿Fue consecuencia el castigo que envió Dios con la derrota de la Invencible? En cualquier caso supuso un punto de inflexión, del que partió la creciente depauperación de España, mientras su rey contrito purgaba sus cuitas entre las severos muros de El Escorial.
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