Hace ya algún tiempo que publiqué mi novela en torno a la memoria del poeta sevillano, Gustavo Adolfo Bécquer. Mi perspectiva respecto del poeta se ha ido ensanchando, desde que decidí unir su recuerdo al del espacio ensoñado de mi quehacer literario. Mientras escribía la novela, me valí del Bécquer estereotipado que nos legaba la posteridad, ese Bécquer que muchos soñamos a través del esquema que nos han dibujado los manuales escolares, envuelto siempre en esa aureola de evocación romántica, que de seguro no fuera la del Bécquer real.
No negaré que utilicé a Bécquer en función de la expectativas de la novela que quería escribir. Bécquer no era más-y nada menos- que el personaje narrador-protagonista de la historia, y como todo personaje en el que se pone la carne en asador, un trasunto de uno mismo, un vehículo a través del cual el escritor trata de congeniar con sus congéneres. Muchos me han achacado que yo elijo a los protagonistas de mis relatos por cierta afinidad personal, cierta empatía hacia ellos, lo cual está bastante lejos de ser exacto; porque, en el caso de Casanova por ejemplo, la elección se debió más a las fobias que nos desunían que a cualquier otra coincidencia cordial. Casanova fue elegido porque era el personaje recalcitrante que la novela, Muerte del Bibliotecario Ilustrado, reclamaba.
En estos días, he estado leyendo la biografía que, sobre Bécquer, escribiera Gabriel Celaya. En ella, el poeta vasco, trata y se esmera en desvelar la luces y las sombras que condicionaron la existencia de nuestro primer poeta romántico. Pues, como en todo hombre, estas esplendían o ensombrecían a la par. Celaya, en su pormenorizado estudio, se esfuerza en hacer hincapié en la diacronía entre el hombre y el artista. Reconoce que uno era Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, un ser parcialmente anodino, al que desdibujaban las lacras de su misérrima humanidad, y otro, muy distinto, el Gustavo Aldolfo Bécquer poeta, el espíritu ensoñador que buscaba transcenderse por los caminos del arte. Es muy posible que estos dos seres encontrados existieran en un mismo hombre, pues el ser humano, y más un ser humano joven, es poliédrico en muchos aspectos. Tal vez Bécquer no sería el que nos gustaría admitir, como tampoco Cervantes lo fue; pero de todas las fuerzas centrífugas y centrípetas que convergen en un ser humano, al cabo el destino supo extraer, o logró refinar en su crisol, cuanto sería más conveniente-y en ello no andaría lejos cierta mano celestial-para la memoria y celebración de los hombres: el Gustavo Adolfo Bécquer místico y poeta, trovador y artista, narrador y dandy, que supo crear y recrear el ensueño de su época, ese espejo en el que quisieron mirarse las generaciones.
Cuando leo alguna biografía de alguno de los personajes sobre los que he escrito, no me admiran las certezas confirmadas, sino las muchas incertidumbres develadas que ya había intuido.
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