Se estrena en estos días un film francés dedicado a la figura legendaria de Renoir. La proyección abarca el postrer período del pintor, transcurrido a orillas del mar, en la Riviera francesa. La película refleja con esmero la intimidad del pintor y su familia, cuya puerta se nos abre de la llave de su última modelo, misteriosamente contratada y desde cuya mirada se nos desvelará el hermético e inusual mundo de los Renoir.
El viejo pintor malvive postrado en una silla de ruedas, aquejado de una enfermedad degenerativa. El anciano, ya viudo, habita una gran casa frente al mar, en la que convive con criadas y antiguas modelos, que permanecen fieles al patriarcal ascendente del pintor. Incidentalmente acuden sus hijos, atrapados en esos días por el torbellino de la guerra. La película nos ira mostrando, a través del conflicto que plantea la convivencia con la nueva modelo, el mundo interior del pintor y los suyos, la inquietudes de su arte, los pormenores de su pincel, y el colorido ya algo desvaneciente de su paleta. El pintor que, como para Tiziano, el color era una fiesta, conforme sus fuerzas flaquean y su alma se extingue lentamente, como un cabo de vela, ve como se apaga el fulgor de su paleta, y su pincelada se vuelve morosa y persistente, persiguiendo ese ideal de la belleza que tantas veces escapa. En André, la protagonista, parece reencontrar encarnado ese ideal, expresado en la plenitud de su cuerpo joven, a través de cuya epidermis parece irradiar la luz virginal de la vida plena, la forma mejor acabada de la naturaleza.
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