Algún que otro sábado suelo ir a cenar a un bar de comida rápida, que fue pionero en esta clase de menús, en la ciudad de Alicante. Hará unos pocos años, el establecimiento fue remozado en una suerte de pub sicodélico, en donde el cliente puede alucinar un poco mientras deglute la carne picada de las hamburguesas, la tripa artificial de las salchichas o la fécula congelada de las patatas fritas. El local lo decora una pintura enrollada y suele estar bien ambientado con la música de la edades míticas del "pop". Completan esta decoración los posters que revisten la pared frontal de la barra. Mientras uno degusta la ternera agualosa, el pepito correoso o el sandwich bikini no dejaran de observarlo los ojos penetrantes de esas efigies que otrora fueran sempiternas en nuestras vidas. Se repiten con persistencia obsesiva las imágenes de los chicos de Liverpool: John, Paul, George y Ringo. No puede faltar la célebre portada de Abbey Road, a la que se halla adjunta otro sugestivo friso con sus cabezas algo así como vacilonas, que se diría. Mas allá, se completa la triada beatelmaniaca con otro cartel a lo Warholl, de una algo fría sicodelia, a la que habría que añadir una foto en solitario del gran Lennon . Y aquí concluyen los tributos al más celebre grupo que dio la música moderna, como se la llamaba, pero se suceden otro buen número de láminas de otras figuras del pop-rock, no menos punteras. Donde yo habitúo sentarme cuando acudo a este pub-bar, casi siempre me pilla de frente los rostros risueños de otros tres iconos de los setenta, como son Mick Jaeger, Bob Marley y Pete Tosh. Confieso que de este último sólo tengo referencias gracias al epígrafe que aparece al pie de la foto. Mientras como mi salchicha y los miro y me miran, puedo asegurar que si algo teníamos en común en la cándida adolescencia, tales semejanzas se han desvanecido con el lastre de los años y la disparidad de los destinos; el de ellos hacia una rebeldía lucrativa, y el mío al de un conformismo paupérrimo.
Mientras se permanece en la barra del bar, si la mirada no se detiene, se continúa con otras instantáneas no menos sugestivas: una de Bob Marley en solitario, genial creador del "regae", estilo de ascendiente "afro" al que suele resistirse mi sensibilidad, y que tuvo un destino algo patético; y por último, casi al final, resta a la derecha, sin ninguna mezquina intención, un poster rompedor, de rutilante cromatismo, electrizante como su música, del legendario Jimmy Hendrix. Mientras uno lo observa, la imagen parece vibrar con los acordes de su guitarra enloquecida, y nos hace replegarnos en ese rincón de la memoria,. cuya realidad permanece mientras sigamos siendo nosotros, cuando nos creíamos que éramos más felices, o por lo menos era más desbordante la plenitud del gozo y más desgarrada la vitalidad del dolor. Jimmy Hendrix era el paradigma de la vida frenética con que la juventud soñaba derrochar su existencia; pasó como un ciclón arrollando las esplendidas cumbres del "hit parade" y derrumbándose luego en la misérrima sordidez de las drogas.
Y, hablando de drogas, no falta la foto, en este peculiar retablo, de un melenas que me resulta desconocido, el cual apura un porro de cannavish con ánimo interesante, mientras sostiene con indolencia su guitarra acústica, con la que seguramente acompañaría emotivas baladas recordando los crípticos paraísos de Lovecraft. Esta foto que menciono cae sobre el tabique inclinado de la chimenea en donde antiguamente se encontraban las planchas de asar del antiguo local, y que ahora es aprovechada para colgar, como si se tratase de un altar de exvotos, todo suerte de adornos o fotografías de pequeño formato; entre ellas, cómo no, una de Ernesto, por supuesto, Guevara. En ella aparece fumando el veguero habano que significa el usufructo de la victoria revolucionaria.
En verdad, este pub-bar parece el mausoleo de todos los sueños frustrados, de unos ideales que se esfumaron entre las cenizas de Utopía, y cuando nos sumergimos en su atmósfera parece que quisiera recordarnos nuestra mala conciencia hacia unas aspiraciones que alguna vez creímos nobles y plenamente justificadas. Solo el andar del tiempo vino a rescatarnos del error y a recordarnos que nuestra ilusión de libertad pronto la aherrojó el sistema con sutiles lazos, convirtiendo sus puros nutrientes en un yogurt que puede servirse como sabroso postre, tras de las salchichas, si se lo adereza con la suficiente azúcar.