Hace ya algunos días que no escribo una entrada de blog. Circunstancias de orden familiar me lo vedaban. He pasado uno de los principios de año más nefastos. Si al inicio del pasado año tuve que afrontar la muerte de mi padre, los prolegómenos de éste se saldan con una reclusión en el hospital tratando de superar una malévola gripe contraida por mi anciana madre, al cabo de la cual, por el ineludible cumplimiento de las necesidades del enfermo, yo también salí contaminado. No he tenido tiempo ni de mirarme a la cara, ni mucho menos la serenidad suficiente para encarar la exigencias de una entrada. Hoy al parecer empiezo a poder hilvanar algunos párrafos.
He conseguido salir a distraerme en este sábado de reyes. Aunque estaba casi todo cerrado, aun se mantenía abierta la feria del libro de ocasión que suele desarrollarse por navidades. Ya anteriormente, había conseguido en ella algunos títulos sugestivos, como una primera edición de editorial Juventud de Memoria de la casa de los muertos de Dostoyevski y una novela de Unamuno, Paz en la guerra, de la colección Austral. Tengo entendido que fue su primera novela, en buena parte autobiográfica, en donde describe algunos ambientes de Vizcaya. No sé cuándo podré leerla, pues la aglomeración de títulos en mi biblioteca es tal, que se impone una rigurosa selección. Procuro leer sobre todo aquello que me estimula a escribir; lo demás lo voy dejando, en espera de un tiempo más fructífero en que se pueda sacar un buen partido a la lectura.
En una de las casetas de la feria, he conseguido una primera edición en buen estado de un libro de Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras. Lo he adquirido por puro sentimentalismo, pues esa misma primera edición la leí en mis tiempos juveniles en la Barcelona progre de los años setenta. Había leído La ciudad y los perros donde como también en Pantaleón me chocaba el uso descarado del lenguaje, sus estructuras complejas y un talante satírico que no desdeñaba en ningún modo el entretenimiento. Forjado en la linealidad del estilo decimonónico, de un Dostoyevky o un Galdós, el galimatías del peruano no me podía por menos que epatar. Ahora que la tengo, no sé si volveré a su lectura como a una recherché de los libros perdidos, pero me gusta tentarlos en la placidez de mi biblioteca.
Oigo en YouTube una entrevista de Dragó a Jaime Bayly; desconocía todo de este escritor, pero se le reconoce en la excentricidad propia del oficio. La entrevista más que de literatura, hablaba de rencillas profesionales, de celos y de envidias que se urden en el entramado de la fábula. Pretender conseguir del estilo el mendrugo diario me parece todo una proeza, y adquirir con el mismo una posición social envidiable un sueño de la especie de los de Walt Disney. Resignarme a no traducir a dinero mis cualidades literarias me parece una disposición positiva y una medida de lo más saneada.
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