El índice del coronavirus comienza de nuevo a preocupar. España está de pena. Se encuentra en manos de médicos. Hasta los partidos practican su propia cirugía. Cualquier discrepancia merece el uso del bisturí. A este paso, asistiremos a un concurso de ramplones; cualquier voz independiente será censurada por miedo a romper la formas. En las calles suenan algunas voces contrarias, a las que se tilda de insolidarias y conspiranoicas . No se deberá parte de ello a que se le ha solapado al mundo buena parte de la verdad sobre el virus. Quedan muchas preguntas que no han tenido respuesta. Una sociedad que exige transparencia permanece hermética frente a cuestiones esenciales. A este paso la pandemia será una catástrofe peor que la de la II guerra mundial. Cuando el virus desaparezca, sea por vacuna u otras causas, habrá dejado un profundo bache en el curso de la historia y se habrá llevado con ella importantes páginas del libro de nuestra vida. El hombre anónimo, en el corto segmento de su trayectoria vital, ha de padecer doblemente, una por el capricho tornadizo de un poder que lo condiciona y otra por las contingencias imprevisibles del desmadre de la madre naturaleza. Díganselo a los habitantes de Índico cuando el tsunami o a cualquier discreto ciudadano del centro de Beirut.
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