La mayor parte de día la paso en casa. No del todo a causa de los confinamientos debidos a la pandemia. Me veo obligado a ello, pues de mí depende mi anciana madre, postrada en cama. Tantas horas recluido en el hogar dan para muchas cosas, que vendrían a ser positivas si ese tiempo se empleara en alguna tarea relevante, como llevar a cabo una novela o enfrascarse en el estudio de alguna materia intelectual o artística que mereciera la pena. En algún momento, me remuerde la conciencia el tener abandonados los estudios pendientes de filosofía o historia del arte . Esporádicamente sigo leyendo algo de historia antigua, novela, biografía. Me consta que con la filosofía me he quedado en sus umbrales, precisamente cuando empezaban a resultarme familiares sus sistemas y escuelas, y comenzaba a desentrañar el críptico lenguaje kantiano, asimilando sus definiciones. Mea culpa. Desde que empezaron los estragos del coronavirus me debo una novela. Teóricamente debía de haberla escrito, pero la vida nunca es como nos gustaría. Toda obra surge de la necesidad, y está visto que tal necesidad no me asedia. He firmado el armisticio conmigo mismo, y cada fin de mes, católicamente, recibo la pensión de jubilado. No una cifra muy cuantiosa, pero cubre mis urgencias más perentorias. En casa, pues, leo, aunque ya sin esa voracidad que exigía alcanzar la condición de intelectual, oigo música, frecuentemente clásica, aunque permito algún resquicio a otros estilos, por ejemplo, jazz -- me llega el saxo de Coltrane--, escucho con placer las zambas y milongas de Cafrune, y he recuperado el Mediterráneo de Serrat, y tuve un período de Baez, que se ha enfriado un tanto. El caso es que la mayoría de los días enciendo el ordenador y es el placer el que se antepone a todo deber. Me sumerjo en You Tube siguiendo las páginas que incitan al viaje, buscando esos horizontes fantásticos tan distintos a los claustrofóbicos que nos impone el Covid-19. Soñando dónde satisfacer las tentaciones viajeras, tras saciarse de Italia, Grecia, Suiza, uno pone la ilusión en hemisferios más lejanos. Entonces se vuelve a esos paraísos que se soñaron en la adolescencia. Mi gran punto de fuga, en el que creía uno poder escapar de la ratonera de Europa, era Oceanía. Australia, Nueva Zelanda, pero además las copiosísimas islas de Pacífico, entre ellas, cómo no, Tahití y las islas de la Sociedad y Marquesas, la Polinesia francesa. Hubo quién se permitió el lujo de huir hacia ellas: en el diecinueve Gaugin, Stevenson; en el veinte, Jacques Brel. No sé por qué, pero todos buscaban allí la muerte.
Ignoro si allí encontraron el paraíso, aunque es difícil si se lleva un infierno dentro. Primero se debe encontrar esos dulces prados en el corazón, esos claros manantiales refrescando el alma. Si el gozo mana sereno de tu interior ya no te sientes extranjero en ningún lugar. El caso es que llevado por la hermosura de tales paisajes idílicos quise acercarlos a la prosaica monotonía de los días ciudadanos bajo el coronavirus. Los paisajes de los mares del Sur son tan distintos a los mediterráneos, sobre todo a sus populosas ciudades llenas de ruidos y vacías de perspectivas. Quise, pues, hacerme con un pequeño tributo de aquel oasis paradisíaco, recuerdo del Edén sobre la tierra. Me decidí a comprar un calendario con sus paisajes, pero remitido desde la lejana Tahíti. Trabé contacto con una empresa comercial radicada en la misma Papeete. No obstante, el calendario que recogía los paisajes de Tahíti, Moorea y Bora Bora era de dimensiones tan reducidas que no merecía la pena adquirirlo desde el mismo fin del mundo, para contemplar luego unas imágenes que habría que examinar con lupa. Pero antes de renunciar, me quedaba otra alternativa. Comprar otro almanaque a la venta de medidas más convincentes. La única pega era que sus postales no reproducían el paisaje, sino a hermosas tahitianas que enseñaban sus encantos entre faldellines de hojas trenzadas y coronas y collares de flores. He recibido el almanaque. Después de un mes lo trajo el cartero, llamó a mi puerta con tan codicioso regalo y me lo entregó en propia mano. Era un sencillo sobre beige tamaño folio. Lo abrí con impaciencia y lo hojeé sin perder detalle. Las imágenes de las nativas eran portentosas, atractivas, concupiscentes, tan lozanas y juveniles que al mirarlas no podías dejar de sentirte como un viejo verde.
Ni siquiera lo he colgado, lo he guardado para ver si se enfría el primer impacto. No se si más adelante llegaré a disfrutarlo, a no ser que en esta vida dicho indicio signifique que he perdido el tren, o el barco, de Tahití.
Conforme nos hacemos mayores miramos más hacia adentro que hacia fuera, o al menos es a lo que invita esta plaga del coronavirus, con sus largos días de restricciones y aplazamientos.
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