He colgado en mi despacho la copia de un retrato de Thomas Mann. Me he dejado llevar por la inercia de emular a otros escritores que cuelgan de las paredes de su lugar de trabajo el retrato de sus venerados maestros. Ha coincidido dicha instalación con la de fijar en la pared del salón de casa un retrato de mi difunto padre. Tal coincidencia no creo que sea arbitraria , pues si uno ostenta la paternidad biológica y espiritual, el otro digamos que ha detentado el patriarcado intelectual y artístico, llegando a convertirse en mi paradigma literario.
La idea de colgar el retrato de un escritor la había venido madurando desde hace tiempo. Nunca me decidí a hacerlo porque no tenía claro a quién elevar a los altares. Existen unos cuantos escritores que gozan de mi preferencia. No pocos de ellos son españoles. Valle Inclán de manera muy notoria, a quien siguen Antonio Machado, Unamuno, Azorín, Miró, y algunos más, por no citar a los de nuestro siglo de oro. De los extranjeros, aquellos cuyas lecturas han llenado e influido buenos períodos de mi vida han sido particularmente Mann y Hesse. En un primer momento pensé colgar un retrato de Hesse, pero creo que el de Mann es un magisterio que se impone. La lectura de sus obras más esenciales ha constituido un acontecimiento en mi itinerario como lector. Por ejemplo, cuando uno concluye de leer La Montaña Mágica tiene la sensación de haber dado un paso adelante en la vida, de que tal esfuerzo no ha sido vano y cuyos beneficios perdurarán en nuestro espíritu como un sedimento del que éste se nutrirá largamente. Leer a Mann nos eleva por encima de una cotidianidad estéril y nos descubre esplendorosos horizontes que merece la pena conocer. Creo, en fin, que Mann ha sido un escritor al que siempre he admirado y seguido su magisterio como aplicado discípulo. Desde mi juventud su obra me marcó, hasta el punto que un compañero de la mili me tildaba como "alias, Thomas Mann", pues citaba al autor de Lubeck y su obra con mucha frecuencia. Y a mi no me desagradaba del todo tal equiparación. Aunque yo fuera por entonces un juvenil cachorro adoctrinado por las izquierdas, rebelde y libertario, las lecturas de Mann, entre ellas el ensayo El artista y la sociedad, me abrieron los ojos respecto de que en la derecha también existían hombres lúcidos y defensores de un legado en absoluto desechable, que había que salvaguardar de la vorágine destructiva revolucionaria. En todos los aspectos, Mann ha jugado un papel determinante en mi modesta conciencia de escritor y merece ocupar ese lugar preponderante en "mi habitación propia". Desde su altura me vigila con ojos severos, recordándonos el rigor y la honestidad que todo escritor que se precie debe guardar para con su obra.
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