Como todo hijo de mi siglo
he probado el gusto del infierno,
aspirado su hálito sulfúrico
y mascado su textura de carbones encendidos.
Con ignorante promiscuidad
profané la fragilidad del cielo,
desatando la tormenta
en su hemisferio apacible.
Con soberbia hollé lo prohibido
creyendo permanecer impune
ante su juicio y su duelo,
desoyendo toda cordura y buen consejo,
peregrino nefando de libertinaje.
Creí que si existía era muda,
hasta que con dolor comprobé
que sí tenía voz la conciencia
y que no saldría indemne de su rigor punitivo.
Desde entonces, desasido,
sondeé territorios de silencio
donde acechaba el informe terror;
entre las sombras y la luna gélida,
purgué el penado memorando de mi pasión.
Luego vagué perdido en el desierto
a merced de reptiles y alacranes;
en mi pecho, como cera derritiéndose,
se deshizo el corazón,
y remontando su vuelo la paloma
en el seno abandonado,
se desecó toda fuente de dulzor.
Solo me consuela haber esperado,
aislado en la antesala del olvido,
huésped que ya no espera ser recibido,
tu amable voz desde lo remoto,
cuando pródigo a ti acudo y no me desechas,
y vuelven a brotar las hojas en la rama seca,
la cual fecundan las tristes lágrimas
que hoy devuelven la vida al corazón.
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