Pero no debemos minusvalorar tales temores si analizamos las encrucijadas a las que se enfrenta el mundo de hoy. Desde que Nietszche preconizó su transvaloración de los valores, durante el siglo XX se fomentó una deriva que nos ha llevado hasta el panorama del actual humanismo postmoderno. Un movimiento que enjuicia a Dios en cuestiones de bondad, y que adecenta, no sabemos si con Chanel Nº 5, el aspecto de la corrupción sodomagomorriana, presentándola como una orientación inocente. Ese mundo mejor que se preconiza, el de las virtudes trastocadas, el del derecho sin deber, el de las convicciones relativas, el del consenso inconsistente, el de la posverdad, la espuridad, y el descarrío de unos futuros cuarenta años de errar por el desierto, ¿ no nos reclama la devoción por Ése en quien se dejaba transparentar la verdad y al que Pilato, que conocía el mundo, contestó?: ¿Qué es la verdad? Buena falta hacen, en esta hora, oraciones como las de el papa Ratzinger, que ayuden a frenar a los nuevos conductores de rebaños que, con la promesa de una nueva tierra prometida, nos encaminan a la boca misma del precipicio. Claman los próceres: ¡La vida política se está polarizando! No se dan cuenta que ya se ha creado el abismo de una sociedad dividida. Joseph Ratzinger, ora pro nobis.
JOSEPH RATZINGER, ORA PRO NOBIS
Leo en medios cercanos al catolicismo que sólo la sagrada forma, en la que se transustancia el cuerpo de Cristo, y las oraciones constantes del anciano papa emérito, Benedicto XVI, preservan al mundo del avance del anticristo. Semejantes afirmaciones no dejarán de suscitar reservas en buena parte de la cristiandad que no comparte el credo católico. Entre los protestantes, porque ya en sus inicios convinieron que el pan y el vino de la eucaristía no perdían su prístina condición tras la dispensación del sacramento. Y entre los ortodoxos, porque objetarían que por qué el jubilado Joseph Ratzinger y no el mismísimo patriarca de Constantinopla sería la figura idónea para asumir tan decisivo ministerio.
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