Los silencios de Toledo

Los silencios de Toledo

El maestro Paco de Lucía, que como buen músico conocía el valor del silencio, cuando visitó Toledo quedó atrapado por los silencios toledanos. Silencio de sus rincones, de sus callejas solitarias, de sus patios reservados, de sus claustros en iglesias y conventos, de ciudad casi sin automóviles. En tal silencio profundo se maceraban las notas de su guitarra, cuyo sonido entretejía  la callada densidad.

Nuestros oídos están adulterados por la heterogeneidad sonora que nos rodea. No estamos habituados al silencio completo. Si salimos a la calle, nos envuelve el rumor de la ciudad: ruidos de motores, de cláxones, de las obras públicas, de muchedumbres conversando en alto, de vendedores vociferando, de músicas ensordecedoras que escapan de los bares; si permanecemos en casa, el ruido de los hijos si se tienen, de la televisión, de la música si se es melómano, de los diferentes electrodomésticos,  con sus runrunes peculiares, de la vecindad que interrumpe nuestra intimidad con el ajetreo proveniente del patio de luces. 

Fui consciente de esta dimensión olvidada del silencio durante mis viajes. Acaso sea la búsqueda de ese silencio la que me hace volver una y otra vez a Toledo. Fueron sus claustros, el del hospital de Santa Cruz, el de San Juan de los Reyes, el de otras iglesias y conventos hasta donde se me ha permitido penetrar, los que avivaron en mí esa llamada tras la que se esconde el secreto de la realidad. Sin quererlo, llegue a percibir cómo esa nada aparente parecía abrirse camino hasta lo más profundo de mí mismo. A parte del silencio, sólo un sonido parece cumplir para mí esa misma función: el murmullo del agua en las fuentes. Pero, hoy por hoy, primeramente, me siento ávido de conocer qué se esconde en el fondo de mi propio silencio.

Soy un melómano acérrimo. Para mí el día no es día sin música. Incluso cuando escribo escucho música. Pero hoy se ha despertado en mí el anhelo de penetrar cuanto se esconde tras de el silencio. Indagar qué se agazapa bajo sus capas. Pues fue en Toledo, y en su plaza de San Román, donde mi alma presintió que ese silencio guardaba un secreto, el  cual parecía descifrarse mientras yo me entregaba a su sosegada calma y escrutaba el nítido cielo y el entorno silencioso. Dicen que allí moró la Santa. Quizá me quiso señalar desde sus cielos los umbrales de una senda hacia lo eterno. Leo la Biografía del silencio, de Pablo d´Ors.

Arenga

Arenga

 La derrota de Afganistán es una vergüenza para occidente. Que el ejército que desembarcó en Normandía y plantó su bandera en Iwo Jima tenga que pedir permiso para evacuar a los suyos en el aeropuerto de Kabul es un dato que lleva a la reflexión. Occidente debe recapacitar sobre su propia identidad, escudriñar las causas de su debilidad. El recuerdo de quienes fuimos y nuestra mezquindad actual hemos de poner en la balanza, sopesándolas con la antiguas virtudes que nos formaron: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza. Nuestra voluntad está siendo quebrantada y la salud  minada por tenebrosos vampiros que quieren aniquilarnos, falsas doctrinas que nos conducen a la decadencia y al exterminio. El eco de Nietzsche ha sido escuchado, nuestra sociedad ha trasvalorado sus valores, intercambiándolos por otros que solo sirven a su propia ruina. Que estos no coincidan con los que preconizara Nietzsche y se aproximen más a los de un socialismo libertario, no quiere decir nada; tampoco eran referentes muy válidos Zaratustra y Dionisos. La que padecemos hoy es una larga enfermedad que venimos arrastrando, en la que se reconoce nuestra decadencia.. Conducidos por políticos falsarios y oscuros intereses opuestos  a la libertad y la salud del pueblo, nos precipitamos hacia un horizonte de esclavitud  y degradación. ¡ Resurjamos de nuestra actual miseria! ¡Restablezcamos nuestra fe! Recordemos que solo es libre el hombre que no tiene miedo. Es triste que pueblos en la miseria vengan a educarnos. Volvamos el rostro a Dios, solo el triunfa en la batalla. Occidente ha perdido su norte y es un rebaño sin pastor al que devorarán sus enemigos. Yo voy para la vejez pero me apena ver un mundo sin libertad, sin justicia, sin verdad. ¿Qué hemos aprendido de la historia para dejarnos arrastrar a la debacle por su mismo torbellino? Sabemos que en toda opulencia se encuentra el germen de la decadencia. Regresemos a lo valores óptimos, austeros, saludables, vigorosos y confiemos en que la parábola de nuestra civilización no haya encarado ya su tramo de descenso.

La sombra del Talibán

La sombra del Talibán

 La sombra del Talibán envuelve todo el día, ensombreciendo y entorpeciendo lo cotidiano. No es fácil desayunarse con multitudes despavoridas que se sujetan como pueden al fuselaje de los aviones y que caen precipitadas al vacío tras el despegue, ni con aviones abarrotados de desesperados que huyen de una sentencia segura. Las cabezas ruedan con suma facilidad entre esos depredadores del Buskashi. En fin, los Talibanes son esos moros de siempre que no quieren desprenderse de sus chilabas salvo durante la oración en la mezquita, por eso  a veces sus pinreles hieden, además de que, habitualmente, se comportan como moros con sus hembras y tiran a degüello a quien les contradiga. Los americanos les han estado guardando una finca que ni ellos quieren guardar. Con su Alá se lo coman.

El día ha traído otras distracciones. Ha llovido tras unos días de temperaturas extremas. El meteoro ha coincidido con las horas en que acostumbro salir de casa y he tenido que suspender el paseo diario. En consecuencia, engordo. Tendré que imitar a Hemingway en su costumbre de escribir de pie, ya que se me hace muy cuesta arriba hacerlo en cuanto a su calidad. Según se dice lo hacía para rebajar barriga; otro modo de conseguirlo es privándose de alcohol. A esto último nunca se plegó el genial don Ernesto. Dicen que llevaba siempre consigo una petaca de bolsillo, con su cuartito de whisky. Cuando acudía a los toros en la Monumental de Madrid, junto a Ava Gadner, en calidad de padrino, entre faena y faena, echaba el traguito reparador. Dicen también que tal adicción fue fundamental para la contingencia de volarse los sesos con su escopeta de caza. Reconocería en sí mismo al venado moribundo reclamando el tiro de gracia. Probablemente. Durante mi última visita a Madrid, tuve la tentación de agenciarme un envase reducido de escocés, pero me deprimió el paso de trasponer una línea tan peligrosa. Por el momento quiero permanecer en el lado festivo del alcohol.

El correo me ha traído una antigualla de 1972, una vieja edición del concierto de Bangla Desh. No sé por qué Harrison me caía más simpático que el resto de los Beatles; quizá fuese su modestia, su naturalidad. Nos dejó algunas canciones que perdurarán: Something, Here comes the Sun,  While my guitar gently weeps, y otras no menos interesantes. Pensaba aplazar su audición. Pero me parece que me lo voy a cargar entero en esta noche. Acaso fuera uno de los pocos conciertos honestos que se hicieron en la historia del pop.  

¿ Cuándo dejas de ser auténtico y te conviertes en un pedante?

¿ Cuándo dejas de ser auténtico y te conviertes en un pedante?

 ¿Cuándo dejas de ser auténtico y te conviertes en un pedante? O ¿ cuándo la literatura deja de ser virtud para convertirse en vicio? Digamos que tal asunto es la circunstancia de un proceso. ¿Cuándo la literatura prescinde de su labor formativa en tu vida y pasa a ser eslabón opresor de ésta? ¿Cuándo responde a la necesidad y cómo se hace superflua, añadido, trampantojo? ¿Cuándo se pasa de neófito a adicto? ¿Cuándo en literatura se pierde la pureza primitiva para convertirse en desmesura barroca? ¿Cómo se torna de esencia en floritura, de naturalidad en afectación? ¿Cuándo pasa de adorno a quiste? En muchos el adorno embellece cuanto el quiste estropea, cuando no, se convierte en tumor nefando tan extendido que resulta inútil extirparlo. ¿Cuándo las palabras dejan de trasmitir verdad para transformarse en vacua charlatanería, en una muletilla verbal para cuando las cosas vienen mal dadas? La pedantería no es inmediata, se alcanza; se manifiesta como un fruto inesperado. De tal transformación te das cuenta de pronto. Te acuestas ilustrado y te despiertas petulante.

Como escritor principiante perseguía un fin; el mismo de cualquier escritor: ser leído, celebrado. Pronto fui consciente de que se rechazaba cuanto escribía, circunstancia que achaqué a mi falta de calidad literaria. Recibía con un íntimo rictus de desaliento las negativas que se sucedían por parte de los jurados de premios, de las editoriales, de los autores reconocidos  y los licenciados de cenáculo sobre mis obras. Tal repulsa la asociaba a mi falta de tesón, a cierta desidia indolente, lacras que me exigían para enmendarlas una mayor dedicación, un aumento superlativo de folios y borradores al día y una consagración plena a mi biblioteca. En esto sencillamente, queridos afines, se cifra la fórmula que te convierte de cándido lector en erudito alejandrino, de inocente poeta en innovador joyciano, de joven educado en redomado pedante. 

Arde Olimpia


 Arde Olimpia. El humo cubre con un velo la Acrópolis de Atenas, pero no es la primera vez que ese lugar alto es testigo de catástrofes. Peor debió ser el paso de las huestes de Jerjes, que no dejaron en el lugar piedra sobre piedra. Peor también el día en que Morosini lanzó su bomba incendiaria sobre el polvorín que los turcos cobijaban en el Partenón. Estos venecianos no se detenían ante nada con tal de celebrar sus fastos anuales en San Marco. Pero nos privaron de la joya  más resplandeciente de la antigüedad. La vieja República, en su época, tuvo la llave del Mediterráneo oriental. Gracias a ella se le pararon los pies al turco en Lepanto, que había osado amenazar las puertas de Viena. Si ésta hubiera caído en sus garras, hubiéramos perdido a Mozart, no hubiéramos conocido el Vals. ¿ Qué hubiera sido de las porcelanas de Sissi y de la leyenda romántica centroeuropea? Bien está que los turcos retornaran allende el Bósforo, retomaran sus costumbres y sus baños, y se resignaran a las delicias de Topkappi, quedándoles siempre el remordimiento de que la vieja Istambul se llamaba Constantinopla. 

Cuando Grecia arde lo hace también parte de nosotros. Casi la mitad de lo que somos procede de ella; en realidad somos el resultado de una amalgama helenojudeocristiana, con cierta sazón islámica en nuestra España meridional. Sería una verdadera tragedia que la vieja Olimpia fuera devastada por las llamas; las ruinas que han sobrevivido a los siglos, calcinadas. Su gimnasio, su templo de Zeus, su  altar al fuego olímpico, su primitivo estadio cuyos laureles se conocieran en las odas de Píndaro, el excelso aedo. Aún recuerdo que durante mi estancia en ella me maravillaron los bosques que la rodeaban. Las frondas en que se guarecían aves y animales, y chirriaban constantes las cigarras. Olimpia fue uno de los centros de peregrinación de los helenos, junto a Delfos y Epidauro, en cuyos eventos gimnásticos se curtieron las generaciones de Grecia. Una seña de identidad que se vivía plenamente  en la celebración de cada olimpiada, imponiendo un calendario cuyo cómputo prefiguró la historia. Olimpia, corazón del Peloponeso, yugo de Grecia, si las llamas te devoran una parte del mundo perecerá, una parte de mí y de aquellas lágrimas que vertí declamando a tu poeta en aquella remota tarde de verano entre tus lares.