La sombra del Talibán envuelve todo el día, ensombreciendo y entorpeciendo lo cotidiano. No es fácil desayunarse con multitudes despavoridas que se sujetan como pueden al fuselaje de los aviones y que caen precipitadas al vacío tras el despegue, ni con aviones abarrotados de desesperados que huyen de una sentencia segura. Las cabezas ruedan con suma facilidad entre esos depredadores del Buskashi. En fin, los Talibanes son esos moros de siempre que no quieren desprenderse de sus chilabas salvo durante la oración en la mezquita, por eso a veces sus pinreles hieden, además de que, habitualmente, se comportan como moros con sus hembras y tiran a degüello a quien les contradiga. Los americanos les han estado guardando una finca que ni ellos quieren guardar. Con su Alá se lo coman.
El día ha traído otras distracciones. Ha llovido tras unos días de temperaturas extremas. El meteoro ha coincidido con las horas en que acostumbro salir de casa y he tenido que suspender el paseo diario. En consecuencia, engordo. Tendré que imitar a Hemingway en su costumbre de escribir de pie, ya que se me hace muy cuesta arriba hacerlo en cuanto a su calidad. Según se dice lo hacía para rebajar barriga; otro modo de conseguirlo es privándose de alcohol. A esto último nunca se plegó el genial don Ernesto. Dicen que llevaba siempre consigo una petaca de bolsillo, con su cuartito de whisky. Cuando acudía a los toros en la Monumental de Madrid, junto a Ava Gadner, en calidad de padrino, entre faena y faena, echaba el traguito reparador. Dicen también que tal adicción fue fundamental para la contingencia de volarse los sesos con su escopeta de caza. Reconocería en sí mismo al venado moribundo reclamando el tiro de gracia. Probablemente. Durante mi última visita a Madrid, tuve la tentación de agenciarme un envase reducido de escocés, pero me deprimió el paso de trasponer una línea tan peligrosa. Por el momento quiero permanecer en el lado festivo del alcohol.
El correo me ha traído una antigualla de 1972, una vieja edición del concierto de Bangla Desh. No sé por qué Harrison me caía más simpático que el resto de los Beatles; quizá fuese su modestia, su naturalidad. Nos dejó algunas canciones que perdurarán: Something, Here comes the Sun, While my guitar gently weeps, y otras no menos interesantes. Pensaba aplazar su audición. Pero me parece que me lo voy a cargar entero en esta noche. Acaso fuera uno de los pocos conciertos honestos que se hicieron en la historia del pop.
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