¿Cuándo dejas de ser auténtico y te conviertes en un pedante? O ¿ cuándo la literatura deja de ser virtud para convertirse en vicio? Digamos que tal asunto es la circunstancia de un proceso. ¿Cuándo la literatura prescinde de su labor formativa en tu vida y pasa a ser eslabón opresor de ésta? ¿Cuándo responde a la necesidad y cómo se hace superflua, añadido, trampantojo? ¿Cuándo se pasa de neófito a adicto? ¿Cuándo en literatura se pierde la pureza primitiva para convertirse en desmesura barroca? ¿Cómo se torna de esencia en floritura, de naturalidad en afectación? ¿Cuándo pasa de adorno a quiste? En muchos el adorno embellece cuanto el quiste estropea, cuando no, se convierte en tumor nefando tan extendido que resulta inútil extirparlo. ¿Cuándo las palabras dejan de trasmitir verdad para transformarse en vacua charlatanería, en una muletilla verbal para cuando las cosas vienen mal dadas? La pedantería no es inmediata, se alcanza; se manifiesta como un fruto inesperado. De tal transformación te das cuenta de pronto. Te acuestas ilustrado y te despiertas petulante.
Como escritor principiante perseguía un fin; el mismo de cualquier escritor: ser leído, celebrado. Pronto fui consciente de que se rechazaba cuanto escribía, circunstancia que achaqué a mi falta de calidad literaria. Recibía con un íntimo rictus de desaliento las negativas que se sucedían por parte de los jurados de premios, de las editoriales, de los autores reconocidos y los licenciados de cenáculo sobre mis obras. Tal repulsa la asociaba a mi falta de tesón, a cierta desidia indolente, lacras que me exigían para enmendarlas una mayor dedicación, un aumento superlativo de folios y borradores al día y una consagración plena a mi biblioteca. En esto sencillamente, queridos afines, se cifra la fórmula que te convierte de cándido lector en erudito alejandrino, de inocente poeta en innovador joyciano, de joven educado en redomado pedante.
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