DOS
RINCONES DE TOLEDO
En
Toledo, a espaldas de la iglesia de los jesuitas -cuyo campanario
constituye una de las cotas de la ciudad desde donde se divisa
emulando al “Cojuelo”, en aglomerada retícula, el plano
monocromo de sus tejados, en el cual descuellan la mole del Alcázar
y, al frente, la vasta fábrica gótica de la catedral-, se esconde
una plazuela de agradecido remanso para el caminante. Es uno de esos
lugares seculares de la ciudad, aunque la remodelación del entorno
antoja ser una obra reciente del consistorio. En su centro, asentado
sobre el sólido pedestal, un bronce de su mayor poeta, Garcilaso,
vislumbra indelebles lejanías desde aquella quietud recoleta,
rasgado sólo el sutil silencio por el trino o el arrullo de algunas
aves cuyos vuelos rasgan el añil del cielo. El austero jardín que
cobija, de sencilla hermosura castellano-manchega, se rodea de un
plantío de laureles y, aquí y allá, melancólicos cipreses elevan
su mística perpendicularidad y derraman sus venerables sombras.
Meditativos, distraídos únicamente por el revoloteo de los pájaros
y la recortada silueta garcilasiana, a la que miramos de soslayo,
podemos recuperar algo que nos resulta esencial, pero drásticamente
olvidado en las metrópolis modernas: esa paz bienhechora tan fecunda
para el hombre contemplativo y tan inédita para ese espécimen del
asfalto que se olvidó de Dios. El lugar, sin la menor duda, es
idóneo para la tarea espiritual. A nuestro frente, describe su
cúpula la iglesia de San Román, cuya planta original remonta a los
visigodos y donde el visitante puede encontrar en su nave vestigios
del mayor interés. Queda a nuestra espalda, una lacia fachada donde,
el descarriado del hormigueo ciudadano de una calle más abajo, no
puede evitar la sorpresa al descifrar la placa que conmemora el paso
de Teresa de Ávila por aquellos andurriales carpetanos.
Es
idóneo el remanso para el que busca soledades en la soledad y se
encuentra sediento del abismo insondable del silencio, ávido de
calma contrita, absorto en el rumor del tiempo. Tiempo que mana como
un río; río que fluye macilento desde lo remoto del recuerdo.
Porque el caminante encuentra en verdad esa voz lejana de la paz, el
solaz en lo memorable del recuerdo, en la recoleta plazuela de San
Román. Allí, de cierto, se da la soledad enredada de recuerdo, y
donde el "es" se confunde con el " fue". ¿Será
porque en la casona de enfrente moró la "santa",
derramando en la letra el libro de su vida, o porque del templo de
san Román trazaron su planta, de la cual nos hablan toscos
vestigios, los visigodos? De ese porqué no tengo la certidumbre;
todo es tan misterioso en Toledo, críptico como su plano, viejísimo
de origen, incierto de corazón, acendrado de pensamiento: todo es
mestizaje. Junto al aleteo de las aves parece llegar el eco liviano
de un zéjel o una casida de Ibn Zaldun.
Repentina,
de fondo, suena una campana. Su tañido mitiga el zureo de las
torcaces. Redunda su sonido, profundo su mensaje de bronce. ¿Será
acaso la voz serena de lo eterno? Toledo descansa su densa historia
sobre sus hombros avejentados. El cielo es transparente. Parece
renacido, como cualquier simiente, del dolor de un parto. La tímida
campana, entre silencios y tañidos, se ha vuelto ya corazón
arrebatado y golpea la calma del mediodía. ¿Cuál es la magia de
Toledo? ¿Acaso que el hombre se siente más humano y las piedras se
hacen moradas y los cielos refutan el tiempo? ¿Cómo hasta esta paz
desciende la voz secreta de tu silencio? Silencio que trasciende a
través de los muros seculares, por el alargado verdor de los
cipreses, en la tersura entreabierta del cielo. Y en el centro, sobre
el noble zócalo conmemorativo, se yergue Garcilaso soñando
lejanías, exaltado por el pulso de una vida penetrada de siglos.
Las
aves sobrevuelan el silencio. El aire mece árboles y arbustos, y un
sol pleno dora sus copas. Todo está en todo. Uno son el todo y las
partes. Siento que la esencia es toda una, siento que el vivir es más
que sueño: realidad contrita, estremecimiento... ¿O es sólo el eco
silencioso de Toledo? Sólo sé que, al abandonar la plaza, recé un
padrenuestro.
Cuando
reemprendemos la marcha, lo hacemos en la confianza de que el denuedo
de la santa ayude a rebrotar las fuentes cegadas por nuestro
escepticismo y discierna en nuestro interior las claridades de las
más secretas moradas.
No
muy distante se solapa otro de los rincones memorables de Toledo. No
me preguntéis cómo descifrar el intrincado dédalo que hasta allí
conduce, porque no sabría resolvéroslo. Sólo sé que hace siglo y
medio llegó hasta su empedrada plazoleta un viajero. Tenía los ojos
cansados de soñar realidades más puras, el corazón lacerado por
las heridas mordientes del amor cruel, la frente marchita por la
pesadumbre de ser hombre; pero su espíritu, guiado por las ondas
vibrantes de la poesía, divisaba ya los cielos límpidos e
imperecederos del Parnaso. Se dice que se recogió entre el columnado
del pórtico de la iglesia, cuya puerta siempre cerrada rubrica el
rigor de la clausura, y desde allí divisó, aferrada a la forja de
una ventana del convento situado a la diestra, el misterio femenino
de una mano. En su pecho, entonces, se renovó el amor, la desmesura
de ese amor febril y sin concesiones de los románticos, fruto
siempre de desenfrenada fantasía. Tal visión caló tan hondo en su
alma, que frecuentó el lugar día a día y anheloso vigilaba aquella
ventana, aguardando sorprender en ella la misma mano de blancura
mística. Cuando volvía a su posada, transportado le dedicó un
relato y algunos versos. Soñó que su nueva amada, favorecida por la
incertidumbre del misterio, era la más bella y que ese amor sería
eterno; pero el celo de la moira, envidiosa del destino de los
mortales, rauda cortó los livianos hilos y se lo llevó consigo
allende el Aqueronte. dejando la lira enmudecida . El hombre y el
poeta era Bécquer; el lugar, Santo Domingo el Real en Toledo. El
viajero, afortunado Teseo que ha sabido salir del laberinto y se
encuentra frente al pórtico del convento dominico, no se resiste a
elevar la mirada hacia las estrechas ventanas del cenobio creyendo
reconocer entre las sombras esa mano que aún reclama el amor
perdido.