Entre algunos poetas del 27 se reservaba cierta cautela hacia Juan Ramón. De él rememoraba Alberti, no sin ironía, anéctotas oprobiosas. Probablemente fuera Lorca quien mantuviera cierta proximidad discipular con el de Moguer. Por su parte, Neruda, en sus memorias, lo tilda de neurótico, criterio que acaso escondiera otras diferencias inconfesables. ¿O sería tal vez que el verso de estremecida incertidumbre del chileno envidiaba la pureza de manantial que brota de Jiménez? ¿La vicisitud desolada de Resisdencia en la tierra, tumultuoso torrente de desesperanzas, recelaba dubitativa en cierta manera ante la frasciscana claridad virginal de Platero? Y es que en el mundo de la lírica siempre se compaginarán los celebradores de la luz con los honderos de las sombras. La poesía tanto abre caminos de iniciación como de degradación. No obstante la lírica es una manifestación de espíritu humano, íntimamente ligado a su vicisitud mortal, que clama por una realidad atemporal que la trascienda.
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